martes, 7 de mayo de 2024

 

DIEGO VELÁZQUEZ DE SILVA

 

 

Para Myriam y Greg

Con mi gran cariño

 

 


 

            Antonio Palomino de Castro y Velasco, Pintor de Cámara de su majestad Felipe V, nos habla de Velázquez en su libro La vida de los pintores y estatuarios eminentes Españoles. Que con sus heroicas obras, han ilustrado la nación, publicado en Londres, impreso por Henrique Woodfall, a costa de Claude du Bosc & Guilliermo Darres, en el Mercado de Heno. M.DCC.XLII.

 

            El libro que utilizamos, es un facsímil y de él copiamos lo siguiente:

            “Don Diego Velázquez de Silva, fue natural de Sevilla y discípulo de Francisco Herrera el viejo. Al poco tiempo dejó esta escuela y siguió la de Francisco Pacheco. Inclinose a pintar con singularísimo capricho y notable genio, animales, aves, pescaderías y bodegones, con la perfecta imitación del natural, con bellos países y figuras, diferencias de comida y bebida, frutas, alhajas pobres y humildes, con tanta valentía y colorido, que parecían naturales. De este género hay una pintura célebre del Aguador en el Buen Retiro”.

 

 


Compitió con Caravaggio en la valentía del pintar, y fue igual con Pacheco en lo especulativo. Fue imitador de Luis Tristán, y diéronle el nombre de segundo Caravaggio, por el contrario hacer en sus obras, al natural felizmente en los retratos, imitó a Dominico Greco, maestro de Luis Tristán, porque sus cabezas, en su estimación, nunca podían ser bastantemente celebradas, y en verdad que tenía razón, porque del griego podemos decir, que lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor, y lo que hizo mal, ninguno lo hizo peor.

 

Estudió todas las ciencias necesarias a su arte, era también familiar y amigo de los poetas y de los oradores. Nació en 1594 y llegó a Madrid en 1622. Hizo el retrato de Felipe IV armado, y sobre un caballo hermoso, en cuadro grande, de la proporción del natural.

 

 


En 1623 fue Pintor de Cámara, con veinte ducados de salario al mes, y sus obras pagadas, juntamente con médico y boticario. Mandole dar su majestad en esta ocasión, 300 ducados de ayuda de costa, y una pensión de otros 300, y la merced de casa de aposento, que vale 300 ducados al año.

 

Hizo el famoso cuadro de la expulsión de los moros por Felipe III, que fue colocado en el Salón grande, donde hoy permanece. En el año 1627, le hizo merced su majestad a Velázquez de la plaza de Ugier de Cámara, con sus pages; oficio muy honroso. Y el año 1628, le hizo merced de la ración de Cámara, de doce reales cada día, y de un vestuario de 90 ducados, cada año.

 

Fue a Venecia en 1629. En Ferrara estuvo dos días, y vio con atención las obras del Garofoli. Estuvo en Roma un año y dibujó algunas de las cosas de Rafael y del Juicio universal de Miguel Ángel, y otras pinturas de aquel pintor. Después estuvo dos meses en el Palacio de Médicis (que está en la Trinidad del monte) para estudiar las estatuas antiguas.

 

 


En este tiempo pintó aquel célebre cuadro de los hermanos de José, cuando le vendieron a los mercaderes ismaelitas, todo lo cual está con tan superiores expresiones demostrado, que parece compite con la verdad misma del suceso.

 

No lo es menos otro cuadro, que pintó en este mismo tiempo, de aquella Fábula de Vulcano, cuando Apolo le notificó su desgracia, en el adulterio de Venus con Marte, donde está Vulcano (asistido de aquellos Jayanes Cíclopes en su fragua) tan descolorido y turbado, que parece que no respira.

 

 

Estas dos pinturas las trajo Velázquez a España, y las ofreció a su majestad, que haciendo de ellas la debida estimación, las mandó colocar en el Buen Retiro, aunque la de José fue después trasladada al Escorial, y está en la Sala de Capítulo.

 

Fue a Nápoles y volvió a Madrid, al principio de 1631. Tenía el oficio de Ayuda de la Guarda Ropa, uno de los empleos que en la Casa Real son de grande estimación, honrándole así mismo con la llave de su Cámara, cosa que desean muchos Caballeros del Hábito.

 

Retrató el Duque de Módena en Madrid, que le dio una cadena de oro riquísima, que solía ponerse Velázquez algunas veces al cuello, como era costumbre en los días festivos de Palacio.

 

 


El año 1648 fue enviado por su majestad a Italia, con Embajada Extraordinaria al Pontífice Inocencio X, y para comprar pinturas originales y estatuas antiguas y vaciar algunas de las más celebradas. Pasó por Génova, Milán, Padua y Venecia. Viose con Miguel Colona y Agustín Miteli en Bolonia, y trató con ellos para traerlos a España. Pasó por Florencia, Módena, Parma y de aquí partió a Roma, y fue inmediatamente a Nápoles donde visitó a José de Ribera. Volvió a Roma, donde fue muy favorecido de los Grandes y de los más excelentes pintores como el Cavalier Matías Preti, dicho el Cavalier Calabrese del Hábito de San Juan, de Pedro de Cortona, de Monseñor Pufino y de Caballero Alexandro Algardi Boloñés, y del Caballero Juan Lorenzo Bernini, ambos estatuarios famosísimos.

 

Sin faltar a sus negocios, pintó muchas cosas, y la principal fue el retrato de la Santidad de Inocencio X, de quien recibió grandes y señaladísimas mercedes. El Santo Padre le envió una medalla de oro con su efigie de medio relieve, pendiente de una cadena, y trajo copia a España de este retrato. De él se cuenta, que habiéndolo acabado, y teniéndole en una pieza más adentro, de la antecámara de aquel palacio, fue a entrar el camarero de su Santidad, y viendo el retrato (que estaba a la luz escasa), pensando ser el original, se volvió a salir diciendo a diferentes cortesanos que estaban en la antecámara, que hablasen bajo porque su Santidad estaba en la pieza inmediata.

 

En la época actual, el cuadro del Pontífice se expuso en España solo, en la planta baja en un recinto que da por detrás a los jardines del Prado. La luz esplendorosa que entra por el ventanal, lo baña de tal modo que no se nota la fealdad del rostro de Su Santidad.

 

 


 

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Lope de Vega escribe en la época: “Las estancias reales parecían museos”. Velázquez tenía tanto trabajo que no podía pintar a su familia y el símbolo de su cargo de pintor de corte era la llave que pende de su cintura en Las Meninas.

 


 

Velázquez fue a Italia, pero no a aprender, sino a enseñar, pues el retrato que entonces hizo del Papa Inocencio X, ha sido el pasmo de Roma, copiándole todos por estudio, y admirándole por milagro, y hoy día, se estima por allá una cabeza de mano de Velázquez, más que una de Ticiano, ni de Vandich. Y así desengañémonos, que las ocasiones de adelantar, por allá las hay mayores, pero por acá, las hay bastantes, para los que se quieren aplicar, especialmente desde que se ha secundado España, con tan eminentes estatuas y pinturas, como hoy veneramos, de los primeros artífices del mundo.

 

Hizo también Velázquez por este tiempo, un célebre cuadro de Cristo Crucificado difunto, de tamaño natural, que está en la Clausura del Convento de San Plácido de esta Corte.

 

 


No podía pintar todo el horror que mostraba el rostro del crucificado y en un arrebato con una gran pincelada se lo cubrió. Se pensó que el modelo era la mujer, pero no podía ser porque los pómulos tan señalados no eran propios de la cara de la esposa.

 

Velázquez pintó también La Venus del espejo. Este cuadro tuvo un gran recorrido por diversos dueños en distintas circunstancias, hasta que llegó a la National Gallery.

 

 


A continuación describimos unos curiosos hechos.

 

Ataque de 1914

El 10 de marzo de 1914, el lienzo fue atacado con un hacha corta de carnicero por Mary Richardson, una sufragista militante británica de origen canadiense. Su acción fue aparentemente provocada por el arresto de la compañera sufragista Emmeline Pankhurst el día anterior, aunque había habido avisos precedentes de un ataque sufragista planeado sobre la colección. Richardson dejó siete cortes en la pintura, causando daño en la zona entre los hombros de la figura. Sin embargo, todos fueron reparados con éxito por el restaurador jefe de la National Gallery, Helmut Ruhemann. Richardson fue sentenciada a seis meses de prisión, el máximo permitido por la destrucción de una obra de arte. En una declaración que hizo a la Unión Social y Política de las Mujeres poco después, Richardson explicó: «He intentado destruir la pintura de la más bella mujer en la historia de la mitología como una protesta contra el Gobierno por destruir a la Sra. Pankhurst, quien es la persona más hermosa de la historia moderna.» Añadió en una entrevista de 1952 que a ella «no le gustaba la manera en que los visitantes masculinos la miraban boquiabiertos todo el día».

 

La escritora feminista Lynda Nead ha observado que, aunque «el incidente ha llegado a simbolizar una percepción particular de actitudes feministas frente al desnudo femenino, en cierto sentido, ha acabado representando una determinada imagen estereotipada del feminismo en general». Informes contemporáneos al incidente ponen de manifiesto que la pintura no se miraba en general de una manera puramente humanista e ilustrada. Los periodistas tendían a hablar del ataque en términos de asesinato (Richardson recibió el apodo de Slasher Mary, esto es, María la Acuchilladora), y usaron palabras que evocaban heridas infligidas a un cuerpo femenino auténtico, más que a la representación pictórica de un cuerpo femenino. The Times, en un artículo que contenía datos fácticos erróneos respecto a la procedencia de la pintura, describió «una cruel herida en el cuello», así como incisiones en los hombros y la espalda.

 

A la pintura se le hizo una gran limpieza y restauración en 1965-66, lo que demostró que estaba en buenas condiciones y con muy poca pintura añadida más tarde por otros artistas, al contrario de lo que algunos primeros escritores habían afirmado. José López-Rey se mostró crítico con esta restauración, señalando que fue «limpiado exageradamente y restaurado en exceso».

 

Ataque de 2023

La pintura fue atacada nuevamente el 6 de noviembre de 2023 por dos activistas climáticos de Just Stop Oil, que rompieron su cristal protector con martillos exigiendo el fin de las nuevas licencias de petróleo y gas en el Reino Unido. Los activistas fueron detenidos y el cuadro retirado de la exposición para la evaluación de sus posibles daños. Un mes después, la obra fue repuesta en su sala habitual.

 

El Papa Inocencio X, lleva un papel en su mano. Es una carta que dirige a Felipe IV pidiéndole que haga caballero de la Orden de Santiago a Velázquez, pues es el precio que le gustaría cobrar por su trabajo. El rey tampoco puede, porque delante de él está el Maestre de la Orden. Pero el rey maniobra de manera que finalmente lo consigue: Velázquez lleva siempre la Venera bordada sobre su traje.

 

Es una hora tardía cuando Velázquez se entera, pero, según la tradición, no le importó. Alumbra todo el cuadro de Las Meninas para añadir en su pecho la Venera, de donde no desaparecerá nunca.

 

 

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El año de 1639 hizo el retrato de Don Adrián Pulido Pareja, natural de Madrid, Caballero de la Orden de Santiago, Capitán general de la Armada, y Flota de Nueva España, que estuvo aquí en aquella sazón a diferentes pretensiones de su empleo con Su Majestad. Es del natural este retrato y de los muy celebrados, que pintó Velázquez, y por tal puso su nombre, cosa, que usó rara vez: hízole con pinceles, y brochas, que tenía de asta largas, de que usaba algunas veces, para pintar con mayor diligencia y valentía; de suerte, que de cerca no se comprendía, y de lejos es un milagro; la firma es en esta forma:

“Didacus Velazquez fecit,

Philip IV

a cubiculo, eiusque Pictor,

anno 1639”

 

Aseguran, que estando acabado este retrato, pintando Velázquez en Palacio, y teniéndolo puesto hacia donde había poca luz, bajó el Rey (como solía, a ver pintar a Velázquez) y reparando en el retrato (juzgando ser el mismo natural) le dijo con extrañeza: Qué ¿todavía estáis aquí? ¿No te he despachado ya? ¿Cómo no te vas?” Hasta que extrañado, que no le hacía la justa reverencia, ni respondía, conociendo ser el retrato; volvió Su Majestad a Velázquez (que modestamente disimulaba) diciendo: Os aseguro que me engañé”. Está hoy este peregrino retrato en poder del excelentísimo señor Duque de Arcos.

 

En 1644 Diego Velázquez pintó un gallardo retrato de su Majestad (de la proporción del natural, para enviarlo a Madrid) de la forma que entró en Lérida, empuñado el militar bastón, y vestido de felpa carmesí, con tan lindo aire, tanta gracia y majestad, que parecía otro vivo Filipo.

 

 


Pintó también dos retratos, uno de la majestad católica, del rey don Felipe IV y otro de su hermano el Cardenal Infante don Fernando de Austria, del natural en pie, vestidos de cazadores, con las escopetas en las manos y los perros asidos de la traílla, descansando. Parece que los vio, en lo más ardiente del día, llegar fatigados del ejercicio de la caza, con airoso desaliño, polvoroso el cabello (no como usan hoy los cortesanos), bañado en sudor el rostro, y están estos dos retratos en la Torre de la Parada.

 

 


Otro retrato pintó don Diego Velázquez de su gran protector don Gaspar de Guzmán, tercer Conde de Olivares, que está sobre un brioso caballo andaluz. Está el Conde armado, grabadas de oro las armas, puesto el sombrero con vistosas plumas, y en la mano el bastón de General, parece que corriendo en la batalla, suda con el peso de las armas y el afán de la pelea. En término más distante, se divisaban las tropas de los dos ejércitos, donde se admira el furor de los caballos, la intrepidez de los combatientes, y parece que se ve el polvo, se mira el humo, se oye el estruendo, y se teme el estrago. Es el retrato de la proporción del natural, y de las mayores pinturas que hizo Velázquez.

 

Otro cuadro pintó, grandemente historiado, con el retrato del Príncipe don Baltasar Carlos, a quien enseñaba andar a caballo. Don Gaspar de Guzmán fue caballerizo mayor del Conde Duque de San Lúcar. Esta pintura tiene hoy la casa del señor Marqués de Liche, su sobrino, con singular aprecio y estimación.

 

Pintó también un cuadro grande historiado, de la toma de una plaza, por el señor don Ambrosio Espinola, para el Salón de las Comedias en Buen Retiro, con singular eminencia. Como también otro, de la Coronación de Nuestra Señora, que estaba en el Oratorio del cuarto de la Reina, en Palacio.

 

Pablo de Valladolid

 

Pintó también a un joven con el cabello alborotado. Ello obedece a que durante una época estuvo de moda entre los caballeros llevar el pelo como quedaba después de haber dormido. No obedecía a estos cánones nuestro rey Felipe, siempre acicalado y dispuesto a servir de modelo.

 

Sin otros muchos retratos, de sujetos célebres y de placer, que están en la escalera que sale al Jardín de las Reinas, en el Retiro, por donde sus majestades bajan a tomar los coches.

 

Retrató también a Monseñor Camilo Máximo, insigne pintor, a la Ilustrísima señora doña Olimpia, a Flaminia Triunfi, excelente pintora. Todos ellos retratos pintó con astas largas, y con la manera valiente del gran Tiziano, y no inferior a sus cabezas, lo cual no lo dudará, quien viere las que hay de su mano en Madrid, cuando se determinó retratase al Sumo Pontífice. Quiso prevenirse antes con el ejercicio de pintar una cabeza del natural. Hizo la de Juan de Pareja (esclavo suyo y agudo pintor), tan semejante y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo Pareja, a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado y a él, original, con admiración y asombro, sin saber con quién habían de hablar, o quién les había de responder.

 


 

 

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Un inciso.-

¿Era lícito a un cristiano tener esclavos? El cristianismo lo condena explícitamente, pero para no volver a sus antiguas creencias, le concede la libertad a aquél que manifiesta libre y voluntariamente querer ser católico, y obtener la libertad si tiene medios para vivir con ella. Si prefiere vivir con su antiguo dueño, puede hacerlo tranquilamente con la seguridad de que este no comete ningún pecado contra la Iglesia Católica.

 

 

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Una última historia romana. En su segunda visita, Velázquez pintó el gran retrato de Juan de Pareja, un esclavo de ascendencia morisca –manumitido- que trabajó con él desde la década de 1630, moliendo pigmentos, imprimando lienzos y haciendo copias de estudio. Pareja quizá preparó el pigmento empleado en su retrato, o pintó una de las persuasivas réplicas que en su momento pasaron por originales. Era un pintor de talento por derecho propio, al que se consideraba tan digno como al propio Velázquez de una entrada en Las vidas de los pintores y estatuarios eminentes españoles, de Palomino.

 

Pareja aparece sereno, magnífico, orgulloso. Muestra toda la dignidad de un héroe que acaba de realizar proezas en la tierra o en el mar –no sin razón se le ha caracterizado como Otelo-; es un hombre de acción con una pose tranquila para el retrato, pero con una mano dispuesta, como si descansara sobre la empuñadura de una espada. Sin embargo, no hay ninguna espada y la mano apenas es más sustancial que el tejido que la rodea, los dedos apenas están insinuados, casi convertidos en signos, y la oreja no es más que un irregular trazo rojo. Velázquez mantiene estos elementos en suspenso, indistintos, porque así es como aparecen ante nuestros ojos en visión periférica. El verdadero foco está en su rostro.

 

Ese rostro es fuerte, hermoso y profundamente expresivo. Hay quien ha visto vulnerabilidad en él, quizá extrapolando la noción de un esclavo al que se exige posar para su retrato, un hombre sin poder que pugna por encontrarlo en su interior, cuando queda expuesto a la mirada de su señor; otros han visto frialdad, desdén o un atisbo de temperamento militante. El retrato presenta tantos matices que sobre todo se percibe la complejidad humana de este hombre, a lo que se suma el placer del reconocimiento. Porque, con independencia de dónde viviera, es alguien a quien podríamos ver hoy en las calles de Nueva York: al contrario de los retratos que le rodean en el Metropolitan Museum, parece uno de nosotros.

 

Esta vitalidad, esta veracidad, ya fueron percibidas por los primeros comentaristas de la obra cuando el 19 de marzo de 1650, con ocasión de una festividad, se exhibió bajo el pórtico del Panteón al aire libre, donde pudieron contemplarla artistas de distintos países. El cuadro obtuvo “tan universal aplauso en dicho sitio, que a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía pintura, pero este solo verdad”, escribió un pintor flamenco que lo vio aquel día. Esto es exactamente lo que Manet da a entender en la carta que envió a Fantin-Latour desde Madrid. Los otros pintores del Prado están inventando, escribe, en comparación no son más que falsificadores. Los modelos de Velázquez son reales, actuales, auténticos. Si suprimimos el cuello, Juan es contemporáneo nuestro.

 

Este cuello es deslumbrante, una brillante superficie blanca de tela pintada sobre tela. El lienzo del cuadro se convierte en el material del cuello, por así decirlo, de forma tanto real como representacional. Velázquez es capaz de convertir la urdimbre y la trama del lienzo en un distante muro de ladrillo o en el tejido de un valioso encaje flamenco. De nuevo nos preguntamos cómo podía saber dónde poner esos toques de albayalde y de gris veneciano para crear este artículo de lujo, un cuello que las leyes españolas habían prohibido por ser demasiado suntuoso. ¿Por qué lo lleva Pareja? Quizá sea un gesto político. El esclavo aparece retratado como un colega de Velázquez –un amigo, se podría decir- y como ambos han escapado temporalmente de Madrid y de sus punitivos códigos sartoriales, el cuello se convierte por partida doble en un emblema de libertad. Pero también forma parte del manifiesto estético.

 

Velázquez pinta el terciopelo gris con unas pocas pinceladas suaves y donde el tejido está desgastado, el pigmento también está más diluido. No se molesta en numerar los botones, que simplemente van desvaneciéndose como puntos elípticos… No define la capa y ni siquiera la boca, “uno de los grandes orificios en la historia del arte –en la elogiosa observación del pintor estadounidense Chuck Close-, desenfocada, aunque nos hace saber lo suaves que serían esos labios si los besáramos”. El cuello es exquisito, delicado, todo esfuminos y festones, tan trabajado como el propio encaje bordado, pero nunca tercamente representacional; un accesorio suntuoso que recibe un tratamiento suntuoso.

 

El cuello debía asombrar, y no solo como artículo de lujo. Quien lo mire ahora de cerca, como el rostro de Pareja o el resto de su vestimenta, verá una confusión ilegible de marcas. Que se resuelvan en el hombre del cuello blanco resulta igual de asombroso que debió de serlo entonces. Velázquez quiere atraer nuestra atención hacia ellas, por así decirlo; se supone que no debemos ver lo que ocultan, como si fueran parte de una ilusión transparente de la realidad. Del caos incomprensible surge la veracidad: es vital que sus personajes tengan el aspecto de pinturas.

 

Velázquez envió a Pareja por Roma con su retrato para dramatizar la sorpresa. “Hizo la de Juan de Pareja… tan semejante, y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo Pareja a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el Retrato pintado, y a el Original, con admiración, y asombro”, escribe Palomino. Esta no era la respuesta habitual, sino más bien el estupor ante el hecho de que un hombre vivo y un objeto inanimado pudieran ser tan parecidos, aunque uno de ellos hubiera sido creado a todas luces con pintura.

 

 


Qué asombrosa debió de haber sido esta experiencia para quienes lo vieron por primera vez: un criado negro sosteniendo su propio retrato. Y como la continuidad lo era todo, únicamente cabe suponer que Pareja no solo llevaba el cuello blanco, sino que mostraba la actitud majestuosa del hombre del cuadro. Por lo tanto, es demasiado fácil decir, como se ha hecho, que Pareja fue ennoblecido por este retrato; no lo necesitaba.

 

“Pues conocéis su flema (de Velázquez) –escribió Felipe IV a su embajador en Roma después de muchos meses-, es bien que procuréis no la ejecute en la detención en esta corte”. Pero Velázquez no iba a permitir que le acuciaran. El rey escribió otra vez, y otra, con la esperanza de incitarle a volver a casa. Dos años después de partir de Madrid, Velázquez regresó por Barcelona. Pintó más retratos en aquellas vacaciones romanas que en la década siguiente en la corte. Nunca más se le volvió a dar permiso para ausentarse.

 

Pareja obtuvo su libertad en Roma en el otoño de 1650. Pero no se marchó, sino que decidió trabajar con Velázquez hasta su muerte diez años después. Y a nuestros ojos vive gracias a Velázquez, que le trata con la mayor estima; están unidos en este magnífico cuadro. Juan de Pareja, a través de Diego Velázquez, se convirtió en el retrato más caro de la historia cuando en 1971 salió de un castillo en la campiña inglesa para emprender una nueva vida en América.

 

Un inciso.-

Tras conservarse durante más de un siglo y medio en Longford Castle, mansión de los condes de Radnor, fue subastado en Christie’s (Londres) el 27 de noviembre de 1970, alcanzando un récord de precio (2,31 millones de libras, unos 5,54 millones de dólares), y pasó a ser una de las joyas principales del museo de Nueva York.

 

Este retrato, que era de medio cuerpo del natural, contaba Andrés Smith (pintor flamenco en esta Corte, que a la sazón estaba en Roma) que siendo estilo que el día de San José se adorne el Claustro de la Rotunda con pinturas insignes antiguas y modernas, se puso este retrato, con tan universal aplauso en dicho sitio, que a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía pintura, pero este sólo verdad, en cuya atención fue recibido Velázquez por Académico Romano en el año de 1650.

 

Un inciso.-

Para algunos escritores, todo lo que existe es la ilusión. Solo es posible comprender o apreciar a Velázquez como un maestro consumado.

 

El filósofo español Ortega y Gasset estableció el tono en los años cuarenta condenando a Velázquez incluso mientras lo elogiaba: “Con esto da cima Velázquez a una de las empresas más gloriosas que puede ofrecernos la historia del arte pictórico: la retracción de la pintura a la visualidad pura. Las meninas vienen a ser algo así como la crítica de la pura retina. La pintura logra así encontrar au propia actitud ante el mundo y coincidir consigo misma”. A partir del caos crea esos fantasmas visuales.

 

El genio de Velázquez no es únicamente invención. Pone su arte al más profundo servicio humano.

 

 

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Volvió a Madrid en 1651. Vaciaba gran número de bellas estatuas. En el año 1652 hizo su Majestad a don Diego Velázquez merced de Aposentador Mayor de su Imperial Palacio –símbolo la llave-. Entre las pinturas maravillosas que hizo don Diego fue una del cuadro grande con el retrato de la Señora Emperatriz (entonces Infanta de España) doña Margarita María de Austria, siendo de muy poca edad. Faltan palabras para explicar su mucha gracia, viveza y hermosura, pero su mismo retrato es el mejor panegírico, donde entre otras muchas figuras está el mismo Velázquez pintando.

 

Infanta Margarita Teresa

 

Dio muestras de su claro ingenio en descubrir lo que pintaba con ingeniosa traza, valiéndose de la cristalina luz de un espejo, que pintó en lo último de la Galería y frontero al cuadro, en el cual la reflexión o repercusión nos representa a nuestros Católicos Reyes Felipe y Mariana en esta Galería, que es la del cuarto del príncipe, donde se finge y donde se pinta , se ven varias pinturas por las paredes, aunque con poca claridad, conócese ser de Rubens y Historias de los Metamorfosios de Ovidio.

 

No hay encarecimiento que iguale al gusto y diligencia de esta obra, porque es verdad, no pintura. Colocose en el cuarto bajo de su Majestad, en la pieza del despacho, entre otras excelentes. Y habiendo venido en estos tiempos Lucas Jordán, llegando a verla, preguntole el señor Carlos II, viéndole como atónito, ¿qué os parece? Y dijo: “Señor, esta es la Teología de la Pintura”, queriendo dar a entender, que así como la Teología es la superior de las ciencias, así aquél cuadro era lo superior de la Pintura.

 

Miguel Colona y Agustín Miteli llegaron a Madrid en 1658. Murió Agustín Miteli en 1660 en Madrid. Volviose Colona a Italia en 1662. En el año 1659 vino a Valencia Juan Bautista Moreli, natural de Roma, famoso estatuario discípulo de Algardi. En 1661 vino a Madrid. Hizo muchas obras en Aranjuez y Madrid, adonde murió. Poco después de la muerte de Felipe IV, Velázquez hizo el retrato de la reina de España, en una lámina de plata redonda, del diámetro de un real de a ocho segoviano, que fue muy acabado y parecido en extremo, y pintado con gran destreza, fuerza y suavidad. Este retrato fue una de sus últimas obras, y última en perfección.

 

En muchos cuadros historiados había acreditado su universal comprensión del Arte. Era muy agudo en sus dichos y respuestas. El rey le honró con la merced de Hábito (el que eligiese) de una de las tres órdenes militares y Velázquez eligió el del Orden Militar de la Caballería de Santiago. Recibió el Hábito el 28 de noviembre de 1658. Murió en Madrid el 6 de agosto de 1660, a los 66 años de edad.

 

 

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A pesar de que Felipe IV le pedía que volviera a casa, consiguió permanecer en Roma durante más de un año, porque en la ola de calor del verano de 1630, se le ofrecieron aposentos más frescos sobre la ciudad en la gran Villa Medici, cuyos sombreados jardines se extendían bajo su ventana. Aquí es donde permaneció durante un tiempo y ocurrió algo extraordinario. Velázquez salió al aire libre, contempló la vista y pintó un cuadro sin precedentes.

 

La escena es un apacible rincón del jardín de los Medici rodeado de cipreses. Una tela blanca cuelga por la balaustrada debajo de la cual hay un arco clásico cerrado con tablones de madera. Dos hombres, quizá obreros, quizá jardineros, aparecen charlando, mientras uno de ellos sujeta distraídamente el extremo de una cuerda que pende de esos tablones, cruzando el cuadro con una línea plateada como un hilo de araña.

 

 


Pese a toda su informalidad, el cuadro es intensamente cautivador, y esta paradoja es parte de su misterio. La sombra de la estatua en la hornacina parece casi viva; la figura de Hermes surgiendo por encima del seto podría estar escuchando disimuladamente la conversación. Los inmensos cipreses, que absorben el calor del día en su oscuridad, se elevan como una pantalla que aísla del mundo exterior, que oculta todo salvo un atisbo de cielo teñido de rosa. Y en lo que parece el centro de la escena, esos huecos abiertos entre los tablones de madera, que tanto incitan a la mente y a la vista. Si pudiéramos deslizarnos entre ellos y descubrir qué hay tras esa puerta… Si pudiéramos introducirnos en el cuadro…

 

Este cuadro es una pequeña revolución en el arte en más de un sentido: no solo por la extraordinaria forma en que está pintado, sino también porque no parece tener pretexto, una narración o foco concluyente. Asombrosamente moderno en sus observaciones fortuitas, este atisbo fragmentario no es más que él mismo: la escena momentánea. Está tan lejos como cabe de los paisajes romanos clásicos, infestados de ninfas y templos.

 

Lo que es tan singular en este pequeño lienzo es que Velázquez realmente está ahí fuera, en el plácido jardín de la Villa Medici. Está atestiguando lo que ve con el pincel cargado y una sensibilidad extrema para el lugar, su atmósfera y su calidez, y para la suave luz del verano romano. Está pintado in situ, y las observaciones de los ojos son transmitidas directamente por la mano al pincel: literalmente una impresión y, de todas sus obras, la que más prefigura el impresionismo de dos siglos después.

 

Vista del jardín de la Villa Medici en Roma es uno de los cuadros de menor tamaño del Prado y uno de los más grandes. Es una pintura que no insiste en nada, que aprecia algo tan modesto como un muro, que hace un muro tan hermoso como una pintura. Quizá porque sobresale en tantas cosas –es tan avanzada, tan radical y original-, los especialistas han sostenido que Velázquez debió de pintarla durante su segundo viaje a Roma en 1649, cuando tenía cincuenta años; de lo contrario, habría llegado a la cima de su evolución con poco más de treinta años. Pero ya la había alcanzado, y estaba justo ahí, después de todo, viviendo en la Villa Medici.

 

 

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Velázquez quería mucho a los enanos porque eran quienes distraían a los infantes sin darse cuenta de la patología que encerraban. Pensadores y filósofos Esopo.

 

Esopo

 

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            En una España camino de la ruina, a Felipe IV lo que más le gusta es ver cómo pinta Velázquez y servirle de modelo él. También le gusta relacionarse con personajes extranjeros y para esto utiliza un embajador extraordinario: el pintor Rubens. A este lo manda especialmente a comunicarle sus secretillos al Papa. Por ejemplo a qué santo español –numerosos en aquella época: Santa Teresa, San Ignacio, etc.- a de elevar primero a los altares.

 


 

 


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Un inciso.-

Se celebra una exposición itinerante sobre el pintor holandés Johannes Vermeer en el Museo del Prado. En él, enfrentando a Las Meninas, se coloca el cuadro de Lectora en la ventana de Vermeer, para poder comparar su forma de aplicar la técnica de pintar bien en un espejo, bien en un cristal.

 

Lectora en la ventana

 

En Delft se encuentra el Museo de Vermeer, célebre pintor de La muchacha de la perla, pero al entrar en su museo un aviso anuncia que ese cuadro no relata la vida del pintor. Es una pintura que sirve de inspiración para crear una novela.

 

La muchacha de la perla

 

 

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No es posible salir de una exposición de Velázquez sin sentir paz interior y cierto contento.

 

 

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Bibliografía

 -Las vidas de los pintores y estatuarios eminentes Españoles. Que con sus heroicas obras, han ilustrado la nación

Antonio Palomino de Castro y Velasco

Ed. Scholar Select

 

-Velázquez Desaparecido

Laura Cumming

Ed. Taurus

 

-Obras Completas Ortega y Gasset.

Volumen VIII

 

 

OTRAS OBRAS

 

Dama Juana Pacheco

 

 

 

 

Mariana de Austria

 

 

Retrato anónimo

 

 


 El bufón

 

 

 

El triunfo de Baco

 

 

 

La rendición de Breda

 

 

 

La Adoración de los Reyes

 

 

 

Las hilanderas

 

 

 

Hombres en taberna

 

 


 Vieja friendo huevos