OPIO
Al doctor
López-Pampló,
gran ejemplar de una
especie a extinguir:
el médico de
cabecera.
“China duerme:
su despertar conmoverá
al mundo”.
Napoleón Bonaparte
Según el diccionario de María Moliner, opio es: Sustancia narcótica obtenida desecando el
jugo que se hace fluir de las cabezas de adormideras verdes.
Una luz lejana me
ilumina.
La alcanzaré al
mismo tiempo que la amapola durmiente.
(Siglo VI aC)
Es palabra potente y
evocadora, que implica languidez, misterio y una especie de belleza siniestra.
Nada parecería capturar mejor la sensualidad de esta palabra que la imagen del
fumador somnoliento a la deriva en su paraíso ilícito. Posiblemente sea una de
las drogas más versátiles conocidas, gracias a su ingrediente activo que es la
morfina. El opio adormece el dolor, produce júbilo, induce al sueño y reduce
las aflicciones. En la larga historia de su uso alrededor del mundo, quien
busca euforia y bienestar se las arregló para introducírselo en el cuerpo de
todas las maneras imaginables: además de fumado, ha sido bebido, comido,
aspirado, frotado e inyectado. Mientras que el fumador de opio inhala los
vapores de la droga –mediante una pipa diseñada para el efecto-, el comedor de
opio, lo bebe, por lo común en forma de láudano, una mezcla de alcohol y opio. Su
verdadero comedor lo ingiere en forma de pequeñas píldoras mezclado a menudo
con sustancias que disfrazan su sabor amargo.
“¿Dónde encontraré
opio? El opio es mi vida,
el opio mágico que
me intoxica de placeres e ilusiones,
opio intrépido que
me sostiene aquí”.
Claude Ferrère
Hay casi cien
especies de amapolas, pero solo la Papaver
somniferum –perteneciente a la familia de los Papaveraceae- produce opio en suficiente cantidad para convertirla
en una parte importante de la materia médica, o medicamentos de Europa, el
Oriente Medio, India y China.
Dentro de la especie hay muchas variedades que se distinguen por los colores y el número de sus pétalos y de las semillas; el tallo es cilíndrico y sólido, y las raíces son espesas y ahusadas. Los brotes cuelgan, pero cuando florece la planta, se mantiene erecta. Papaver somniferum tiene por lo común flores blancas o púrpuras con cuatro grandes pétalos cóncavos. Las cápsulas tienen forma de glóbulos y contienen una cavidad central parcialmente separada por divisiones finas como el papel, llenas de semillas amarillo pálido. La potencia del opio depende de las condiciones de su crecimiento.
Su nombre es de origen griego: -opion-, que traducido al español significa jugo.
Sus comienzos se remontan a la oscuridad de los tiempos, pero hay pocas dudas de que la adormidera fue utilizada y comercializada durante milenios por todo el Mediterráneo, el Próximo Oriente, el Asia Menor y la Europa Occidental, como una planta de múltiples usos que daba alimento, forraje, aceite y combustible. Menos seguro es en qué momento se reconocieron sus propiedades narcóticas o curativas. Se ha asegurado con entusiasmo que la planta desempeñó un papel importante en los rituales y el tratamiento médico en el tercer milenio aC.
En tiempo de los
romanos, Ovidio escribió el poema “Cosméticos
para damas” sobre la amapola como producto de belleza, aunque no especificó
sus propiedades:
“Vi a una muchacha sumergir amapolas en agua fría,
Majarlas y restregárselas en sus tiernas mejillas”.
Las primeras
referencias a las amapolas habrían tenido que ver más con la imagen de la
planta como símbolo de la fertilidad que con su uso como droga. Linneo –naturalista
del XVIII- contó cierta vez el número de semillas que contenía una sola cápsula
de amapola. El total resultante de 32 mil semillas quizá sea algo exagerado, mas
ilustra la fecundidad ostentosa de la amapola. El debate sobre el uso histórico
del opio incluye un pasaje de la Odisea
de Homero. Helena de Troya adereza cierto vino con nepenthes –puede haber sido opio o cannabis o una mezcla de drogas-
“una droga que tenía el poder contrario
al aguijón de la aflicción y la ira, al desvanecer todas las memorias penosas”,
con el fin de ayudar a sus amigos a olvidar la desaparición de Ulises. El médico
Dioscórides –siglo I de nuestra era- conjeturó que era un compuesto de
ingredientes que incluían opio y beleño –potente calmante con una mala
reputación justificada: es también extremadamente venenoso-.
Sin embargo, en
tiempos del nombrado médico, el opio ya era conocido como soporífico y Ovidio, que
ha hablado ya sobre el opio como tratamiento de belleza, alude a él
escribiendo:
“Su semblante calmado, adornado de amapolas
trajo la noche y en su séquito trajo sueños oscuros”.
Y Virgilio nos dice
en su Eneida:
“El dragón, guardián de los sagrados capullos
con la miel que gotea lentamente de la dormidera”.
El principal
ingrediente activo del opio proviene de la morfina, que aporta su magia a la
amapola. La morfina es un alcaloide, un compuesto orgánico, muchos de los
cuales tienen efectos tóxicos, estimulantes o analgésicos.
Friedrich Wilhelm
Sertürner –farmacéutico alemán del XVIII- aisló la morfina y publicó sus
resultados en 1805. Describió la sustancia como el Principium Somniferum, o principio productor de sueño, y lo llamó Morphium. De los otros treinta
alcaloides del opio, la codeína es el más importante.
La morfina, pura y
fuerte, no en bruto, irrumpió en la escena de las drogas tras la invención de
la aguja hipodérmica funcional, que se debe al doctor escocés Alexander Wood en
1853. Aunque la morfina puede tomarse oralmente, los experimentadores
observaron que la respuesta al inyectarla bajo la piel era mucho más rápida.
Como narcóticos, el
opio, la morfina y la heroína, son drogas que alivian el dolor, dulcifican los
espasmos, reducen las fiebres e inducen al sueño. Al actuar como analgésico, la
morfina bloquea los mensajes de dolor al cerebro, produce euforia y amortigua
las ansiedades y tensiones, suprime la tos, y dilata los vasos sanguíneos de la
piel. Todas estas características son impagables en medicina, no para curar
enfermedades específicas o heridas, como para aliviar los síntomas. Aunque
tomada en cantidades equivocadas, el alivio puede volverse lesivo o fatal.
La heroína, una sustancia semisintética derivada de la morfina por una simple modificación estructural, fue creada en la década de 1870 y redescubierta en 1898 por Heinrich Dreser, un químico de la compañía Bayer de Alemania. La heroína fue inicialmente comercializada como remedio para la tuberculosis, la laringitis y la tos. Irónicamente, fue también recomendada como cura potencial a la adicción a la morfina.
El cultivo de la amapola,
la recolección de la savia y la transformación de esta en opio en bruto era
larga y complicada. Aunque el proceso sea esencialmente el mismo en India,
Turquía, Persia y China, hay peculiaridades entre un país y otro. Siempre se
utilizó la artesanía y aunque en la época actual existe la mecanización, muchos
productores prefieren hacer este cultivo a mano.
En la India, el
cultivo del opio se concentraba en las regiones del Ganges de Benarés, Behar y
Malwa. La amapola se sembraba en noviembre y requería de irrigación intensiva a
lo largo de los tres meses de crecimiento. Cuando los pétalos se caían y las
cápsulas se habían hinchado, era la hora de la cosecha.
Primero los trabajadores quitaban y dejaban de lado los pétalos restantes. Al salir el sol se hacían incisiones verticales en las vainas, con un instrumento de 3 ó 4 hojas llamado mushtur, con cuidado de no cortar el interior de la cápsula. Al día siguiente se recogía la savia exudada, se escurría y se secaba al aire por cerca de un mes, antes de enviarla a las factorías del gobierno para ser analizada en su contenido de agua e impurezas y preparada para la venta.
Rudyard Kipling (1865-1936) se sorprendió ante la
burocracia de la factoría de Ghazipur, la capital del opio de Benarés. “Nunca existió otro lugar como este para las
formas –dijo con sarcasmo, y añadió-: Nadie
se fía de nadie en Ghazipur. Siempre están pesando, probando y analizando”.
El opio seco era agitado en tinajas y amasado por los hombres. Para el mercado nacional se amasaba en tortas y se envolvía en papel aceitado; para la exportación se enrollaba en pequeñas pelotas y se prensaba en cuencos recubiertos con una capa de pétalos cosechados antes. Se las cubría y se juntaban con lewa, el líquido que se había escurrido del opio. Cuando estas se sacaban de los cuencos, se tapaban con “desechos de la amapola” –hojas, cápsulas y tallos pulverizados- y entonces se almacenaban en un lugar seco hasta que estaban listas para ser empacadas en baúles. En cada baúl cabían alrededor de 40 pelotas.
El opio se ponía a
la venta en subasta en octubre, casi un año después de que las semillas se habían
sembrado. Se le dijo a Kipling que, en la culminación de la estación, Ghazipur
tenía en sus numerosos e inmensos almacenes, alrededor de 3.500.000 de libras
esterlinas de opio.
Puesto que el opio se vendía a peso, los compradores debían cuidarse de la adulteración, ya fuera por arena, plomo, barro, azúcar, melazas o estiércol de vaca. S. Wells Williams –historiador norteamericano del XIX- escribió que el opio puro se cortaba limpiamente sin dejar partículas a lo largo del corte; cuando se le extendía en una capa delgada sobre una superficie plana aparecía translúcido, con un color “amarillo de cálculo hepático” y una textura granular; la masa era pegajosa y “temblaba como mermelada de fresa”.
El número de obreros y funcionarios implicados en procesar el opio, significaba que ciudades como Ghazipur y Patna eran colmenas de actividad durante la cosecha y la producción.
El comprador de opio
en bruto busca las siguientes características: “Textura moderadamente firme, capaz de recibir una impresión digital,
de un color amarillo oscuro cuando se mantiene bajo la luz”.
La India no tenía el
monopolio de la producción de opio, aunque era la fuente principal para los
fumaderos chinos. Turquía, Persia –actual Irán- y China también producían opio,
al igual que Grecia, Bulgaria, Yugoslavia y Egipto. Para su uso en medicinas
como el láudano o el Dover’s Powder, los
británicos compraban opio turco por ser más confiable y por tener un porcentaje
mínimo del 10 al 13 por ciento de morfina.
Cada zona empacaba
el opio de manera distinta: Turquía producía pequeños panes –envueltos en hojas
de amapola- llamados “Pastillas de
Constantinopla”; Persia hacía palillos cilíndricos de 15 cm, como los de
incienso, conocidos como “Trebisonda”,
y China ofrecía panes planos envueltos en papel blanco llamados “Yunan”.
Los turcos, que
llamaban al opio por su nombre árabe –afion
o afyun-, tenían una notoria reputación
en el consumo de opio.
Robert Burton, autor
de The Anatomy of Melancholy (1621),
cita al viajero, botánico portugués del XVI, Garcias ab Horto –quien escribió
que algunos turcos lo tomaban para “ayudar
a la digestión y procurarse alegría”-.
Pierre Pomet –farmacéutico
francés del XVII- en A Compleat History
of Druggs afirmaba que, antes de la batalla, los soldados turcos tomaban
opio “en exceso, pues los animaba o por
lo menos los hacía insensibles al peligro”.
Edmondo de Amicis,
viajero y escritor italiano, autor del celebérrimo Corazón –cuya lectura hizo llorar a varias generaciones de niños-, publicó
en 1896 su libro Constantinopla donde
escribe que, para ellos, el café, el opio, el vino y el tabaco, eran “lechos de placer”.
El escritor francés
Teófilo Gautier describió los intoxicantes bazares turcos en su libro Constantinople (1857) con estas palabras:
“En ellos, expuestos en montones o bolsas abiertas, había
henna, madera de sándalo, antimonio, tintes en polvo, dátiles, cardamomo, benjuí,
pistachos, ámbar, lentisco, jengibre, nuez moscada, opio, hachís, todo
custodiado por comerciantes indiferentes que se sentaban con las piernas
cruzadas y parecían entumecidos por este aire saturado de perfumes”.
No importa el lugar en que se cultivaba la adormidera, ni el esfuerzo que costaba su cultivo. Los mercaderes, para su éxito, tenían en cuenta la codicia y la debilidad humanas junto con las ganancias que podía reportarles, y que les condujo a una lucrativa e inmoral industria, especialmente en aquellos países en donde la mano de obra era barata.
Las borlas de Ghazipur y los panes de Patna de opio en bruto de la
India, atravesaban Asia para llegar a establecimientos responsables de
convertirlos en opio para fumar. En Singapur, Java e Indochina, se trataba de
monopolios con licencia del gobierno, conocidos con el engañoso nombre de “granjas de opio”.
Borlas: los trabajadores las partían por la mitad y extraían la gelatina del interior que juntaban con el líquido de las cáscaras hervidas y por varios procesos de hervido hasta que alcanzaba la consistencia satisfactoria.
Los panes: se convertían en pasta que
amasaban y extendían en cuencos. También, por diversos procesos de
calentamiento, llegaban al color y la consistencia deseados.
El periodista
francés Fernand Honoré recuerda: “Tenía un
aroma muy delicado, pero que no podía definirse claramente… el de las granadas
maduras al que sigue de inmediato el perfume de las semillas de la amapola al
ser cosechadas”. La mercancía resultante de este proceso se empacaba y vendía
por toda Asia.
Fumar opio no es como fumar un cigarrillo de tabaco o de cualquier otra droga; requiere el instrumental adecuado: consta de una pipa, una lámpara de alcohol, una larga aguja y un contenedor de pasta de opio, el todo colocado en una bandeja. Otros avíos útiles son un raspador para limpiar la cazoleta de la pipa, una esponja, tijeras para despabilar la mecha de la lámpara, una balanza para pesar el opio y cuencos extra para la pipa en caso de rotura. También es bueno tener, aunque de ninguna manera sea necesario, un servicio de té y una pipa de tabaco. Y para los fumadores que han llegado demasiado lejos o también para los que son novatos, es de gran ayuda un chef que cocine el opio y mantenga las pipas disponibles.
La pipa de opio puede muy bien proceder de la leyenda relatada por Claude Farrère en Fumée d’opium, tan poco usual y tan específica es para el arte y el ritual del fumar opio. El amor por la pipa se debe en parte a su extraordinaria utilidad para proporcionar placer al fumador. A su vez, el fumador la mima fielmente, cuidando de limpiarle las cenizas para que tire bien.
De forma muy
especial, la típica pipa de opio consta de una caña de bambú o ébano hueca de
unos 45 a 60 centímetros de largo, sellada en un extremo y con una boquilla en
el otro. A alrededor de tres cuartas partes desde la boquilla se encuentra un
cuenco hueco removible, o globo, de metal, porcelana o barro, agujereado en lo
alto por un pequeño hoyo en el que se coloca el opio. Un collarín de metal
rodea la pipa y fija al cuenco fuertemente, asegurando que el humo escape
solamente por la boquilla.
El estilo de la pipa
refleja a menudo la riqueza o el poder del dueño. Las cañas elaboradas de las
pipas pueden hacerse de ámbar o de marfil y ser ornamentadas con carey o metal
afiligranado y piedras semipreciosas. Otras pueden estar decoradas con esmalte cloisonné y adornadas con inscripciones
y diseños. La boquilla y la correspondiente punta del otro extremo pueden ser
de jade, jadeíta o marfil. Las pipas básicas carecen de adornos y son
simplemente de bambú y barro. Los fumadores serios prefieren las pipas de bambú;
absorbe la droga, con lo que con el tiempo “se
dulcifica”.
El fumador de opio, ya sea en un fumadero francés o en casa de un rico cantonés, sigue el mismo ritual: se prepara el instrumental, se enciende la lámpara de alcohol y el fumador se pone cómodo, porque el opio hay que fumarlo recostado. Puede fumar así o bien coger la bolita que está en la cazuela y amasarla hasta que toma otra forma y la vuelve a introducir en la cazoleta. El primerizo puede repetir esta manera hasta tres veces y el veterano necesita muchas más hasta quedar satisfecho. Los observadores dicen que se escapa un olor que algunos encontraban seductor y otros repugnante. Ingleses que visitaban China en 1880, describen el olor como “vil y nauseabundo”. Hay quien considera que “estos humos no son desagradables y provocan cierta atracción”.
Un autor americano del XIX pensó que el cocimiento tenía un olor “placentero” y el humo desprendía un olor frutal nada desagradable; en tanto que una fumadora empedernida de Nueva York, atribuía el olor de “algo así como a cacahuetes asándose”. El gran escritor Graham Greene, anotaba en su diario: “el olor era como la primera mirada de una bella mujer ante quien uno se da cuenta de que es posible alguna relación”.
Si la parafernalia
del opio contribuye a la mística de esta droga, el fumadero lo hace a gran
escala. Su descripción varía mucho, dependiendo de la imaginación del escritor
que nos lo relata. Estas historias gráficas de fumadores elegantes, abusan de
la credibilidad de sus lectores: bellos tapetes, cómodos cojines y esteras, luz
suave, elegantes vestidos, asistentes para preparar las pipas. Fumaderos de
ensueño que no existen en la realidad, que los seres humanos apartados de la
drogadicción encuentran repugnante y asqueroso.
En una novela titulada Dope, personajes de la alta sociedad londinense, visitan con frecuencia “la Casa de los Cien Éxtasis” y en general estos fumaderos aparecen como templos y los sirvientes como sacerdotes menores, y están ubicados en edificios en estado ruinoso para que la Ley no les descubra.
Los fumaderos reales
eran habitaciones miserables y sin ningún ornato. Esta clase de literatura
quizá se extendió porque sus escritores eran buenos y daba dinero. El fumador
continuo parecía idiotizado y se convertía en un ser inútil para la sociedad.
¿Cuánto había de verdad y de ficción en estas novelas?
La verdad es que los fumadores empedernidos occidentales, esperaban su turno tumbados en sucias esteras distribuidas en suelos sin barrer, con puertas cerradas, donde se respiraba un aire nauseabundo para evitar que el olor saliese a la calle y los delatase: nada de millonarios ni príncipes persas. Y los fumaderos chinos –por las descripciones que hacen los occidentales que los visitan- eran peores: más fétidos.
Los cruzados que luchaban contra su existencia, mostraban un “alborozo malévolo” al describir su sordidez. He aquí la descripción de un fumadero de Nueva York en 1898: “En un punto, a unos 90 cm del suelo encontramos varios estratos separados y distintos de humo que se elevan y caen como el seno del mar perturbado por la marejada. El olor acre que te da la bienvenida en la puerta, se intensifica cien veces y es pesado y sensual. Pequeñas lámparas puntúan el lugar aquí y allá, y arden desafiantes, como si trataran de iluminar el entorno. Su intento resulta un fracaso… El vicio ama las tinieblas y va de la mano con la oscuridad. Aquí se trata de un vicio de la peor especie: un vicio importado. En cada lado de la habitación vemos una fila de tarimas de tablas, como dicen los clientes, levantadas a dos pies del piso y cubiertas… con esteras y salpicadas de apoyos para la cabeza de madera o pequeños rollos de paja… que sirven como cojines. Es la hora de los drogadictos y pocos espacios vacíos hay en las tarimas”.
Hacer amigos en los
fumaderos era más que imposible, porque la conversación brillaba por su
ausencia.
Finalizando el siglo XV, los europeos se dieron cuenta de que podían prescindir de intermediarios –¡el eterno intermediario!- para obtener productos refinados que estaban en el Lejano Oriente, como era el opio. Sus empleados trajeron mercancías al sur de Europa a través de España y del norte de África, la India y China. A parte del opio, también comerciaban con pimienta, seda, especias, hierbas y té de Asia.
Pero para evitar la
lentitud y la incertidumbre de las transacciones y para eliminar a los ya
nombrados intermediarios, los exploradores europeos se lanzaron a buscar sus
propias rutas a las fuentes de esos bienes maravillosos.
En el siglo XIII, el
comerciante italiano Marco Polo había establecido una nueva ruta de la seda por
Asia, trabajando por sí mismo, que estuvo operativa durante siglos.
Vasco de Gama
(1460-1524), portugués, fue el primer europeo que llegó a la India
–contorneando las costas del sur de África- y estableció un monopolio comercial
con este país, que duró hasta 1600. En esta fecha ya se vieron amenazados por naciones
como Holanda, Francia y, sobre todo, Gran Bretaña, que introdujo el opio indio
a gran escala en China.
También las personas de vida consagrada contemplan un ancho
mundo lleno de almas que llevar a Dios, que esperan su conversión por medio de ellas. En 1541, Francisco de Xavier está en
Lisboa –espoleado por la frase de su superior Ignacio: “De qué te sirve ganar todo el mundo si pierdes tu alma”-, ya no
volverá a España. Japón y la India serán sus tierras de misión. En Goa reposa
su cuerpo en la Iglesia de los Jesuitas, donde recibe el homenaje del pueblo
indio, que acude diariamente y por millares a rendirle pleitesía.
En cuanto a su estancia en el Japón, hay un pequeño matiz.
Javier los trata de pobres y ellos, ofendidos, lo expulsan. Un alma buena
informa al futuro santo de que los japoneses se consideran a sí mismos
modestos, pero no tan bajos en la escala social como él los ha calificado.
Javier, corre a presentar disculpas y se convierte en el primer jesuita de una
pléyade que llenará el Japón y ya nunca abandonará, escribiendo páginas gloriosas
que honrarán a la Compañía. La sutilidad nipona es bien conocida. Uno de sus
inventos para conseguir que los “padres”
–como les llaman- abjuren de su fe, está muy bien descrito en la novela Silencio: “Mantener a un ser humano
incomunicado de otros seres humanos”. Por cierto, que este método también fue
utilizado por los nazis en Auschwitz.
Los portugueses
habían establecido un monopolio con China en 1557, que utilizaba Macao como
centro. Este monopolio se disolvió en 1685, momento que aprovecharon los
británicos para introducirse en China y no abandonarla. Aunque los emperadores
trataron de erradicar este vicio de su tierra, el Reino Unido se lo impidió con
la fuerza de su Armada.
China junto con Japón, uno de los imperios orientales más antiguos y misteriosos, en donde en el siglo VIII o quizá incluso un siglo antes, los árabes habían introducido el opio con carácter medicinal. Un tratado médico del siglo XII tilda el efecto de la amapola contra la disentería de “mágico”.
Un jesuita alemán explica al emperador chino el funcionamiento técnico del reloj, con lo que se gana su admiración y la posibilidad de que él y sus compañeros se muevan libremente entre el pueblo.
J. Edkins –misionero
protestante del XIX- hace un estudio bastante completo de los comienzos del uso
del opio en su Opium: Historical Note
(1898). Cita numerosos poemas antiguos acerca de las cualidades de la
adormidera, incluyendo uno del siglo X que declara que la adormidera puede
convertirse en una bebida “digna de Buda”.
De acuerdo con
Margaret Goldsmith –¡una mujer! periodista e historiadora americana también del
XIX-, autora de The Trail of Opium
(1939), la primera descripción escrita del fumar opio aparece en un panfleto de
1746. Huang Yu-pu, un investigador del gobierno, observó que el opio de Java se
fumaba mezclado con tabaco, que había sido introducido por los españoles 150
años antes.
Pero Edkins, que
también se refiere a este asunto, informa que Kaempfer, autor de Amanitates exótica (1712), había ya
observado la práctica años antes, en 1689, en Batavia –Java-, donde el opio
diluido en agua se fumaba con tabaco.
Hacia 1729 el vicio
se había extendido de tal manera que llegó a perturbar al emperador chino Yung
Ching, el cual prohibió los fumaderos de opio y la venta de este.
En 1767 el comercio
del opio de Malwa, de los portugueses a los chinos, era ya notable. Los
británicos ya habían exportado pequeños embarques a China en ese momento, pero
solo se establecieron definitivamente en 1773 y ya de manera semioficial en
1780, gracias al monopolio de la East
India Company en cuanto a la venta de opio en la India. El opio
representaba grandes ganancias, no sólo a través la EIC, sino también una prosperidad constante para todos los
implicados en el comercio de la droga en Gran Bretaña, India y China.
Se dice que los
conocedores chinos preferían el gusto del opio de la India, en particular el de
Benarés, sobre el de Turquía, Persia y desde luego el de China. El padre M.
Huc, un misionero que viajó por China a mediados del siglo XIX, contradice esta
afirmación; argumentaba que el opio de la India estaba tan adulterado al llegar
a China que de ninguna manera podía competir en calidad con el producido allí.
También afirmaba que, puesto que el opio de la India era mucho más caro, atraía
a los fumadores vanos que querían mostrar su riqueza. Quizá las cínicas
observaciones del ministro Chu Tsun del gabinete chino se acercaban más a la
verdad. Declaró que el producto local no superaría a los demás porque nunca
estaría tan bien hecho; más aún: “Todos
los hombres aprecian lo que es extraño y devalúan lo que es de uso común”.
El desdén hacia el
opio local aseguraba un mercado al importado; aun cuando el acceso al comercio
chino había carecido de restricciones brevemente, en la primera mitad del siglo
XIX el único puerto disponible para los traficantes era Cantón, ciudad de
inmensa importancia. De hecho, era ilegal descargar opio en este lugar, circunstancia
que acabó siendo un mero tecnicismo para compradores y vendedores.
Los comerciantes
extranjeros sabían bien que rompían las leyes de China al introducir opio en el
país, pero el gobierno británico podía aliviar su conciencia, por lo menos, sabiendo
que el comercio se llevaba a cabo a lo largo de varias etapas por medio de la EIC e incluso de comerciantes privados
aún más distantes.
El problema con
China era que en realidad no quería las mercancías ofrecidas por ingleses,
norteamericanos y las demás naciones europeas a cambio de sus tan necesitados
tés, seda y ruibarbo. De modo que los primeros, en un esfuerzo por mantener la
balanza comercial, se centraron en la venta lucrativa del contrabando de opio,
desembarcándolo en Cantón. Los propios chinos desempeñaron un papel activo al
aceptar sobornos y cultivar amapolas. La enorme población china y su familiaridad
de largo tiempo con el opio, garantizaban un fuerte mercado en favor de la
droga. Para alentar la adicción sólo era necesario que los comerciantes
europeos lo importaran en cantidades suficientes y a bajo precio.
Ruibarbo.- El ruibarbo se utilizaba comúnmente en Europa como
laxante y era un objeto de comercio importante. Compraban tanto, que los chinos
creían que si se les dejaba de surtir morirían de estreñimiento.
En cuanto al comercio legítimo, los extranjeros debían llevar los negocios con los comerciantes Hong, o Co-Hong, un monopolio de intermediarios chinos que eran responsables finales de la conducta de los comerciantes. Pero el comercio no era un asunto sencillo de tan solo sentarse y cerrar un trato. Los extranjeros necesitaban también compradores, sus propios agentes, que fueran de confianza. Los comerciantes Hong, a su vez, estaban obligados a tratar con un funcionario imperial conocido como el Hai Kwan Pu (vulgarizado por los extranjeros como “Hoppo”). Corredores no oficiales, llamados “fundidores”, facilitaban las ventas del opio ilegal.
Cada nivel de esta
burocracia tenía que pagar gruesas sumas en donaciones, comisiones y regalos
por el privilegio de comerciar. Se requería que los comerciantes Hong situaran
obligaciones, garantizando que los barcos que descargaban en Whampoa no
llevaban opio, lo cual se pasaba por alto de manera notoria por los tan
extendidos sobornos.
La década de 1830 a 1840 fue la cúspide del comercio del opio; las riberas de Cantón se encontraban llenas de bullicio, hormigueantes de lorchas y juncos (dos tipos de barcos mercantes chinos), llevando productos a las “factorías”, como se conocían los almacenes de los extranjeros.
Localizada aguas arriba del tortuoso canal serpentino llamado el Bogue, Cantón la capital de la provincia Kwantug, quedaba bien protegida aunque no invencible. Whampoa, donde se descargaban los barcos, era una de las muchas islas que llenaban el Bogue. De ahí, los productos eran transportados a Cantón por una multitud de botes pesqueros, fruteros, floreros, bañeros, barberos y burdeleros, al igual que botes-casa y botes de pasaje.
Rodeado de murallas
de 10 metros de altura, Cantón escondía todo menos su puerto del viajero que
llegara por mar. Los muelles, alineados con las factorías de los comerciantes
ingleses, estadounidenses, parsis, suecos, españoles, franceses y daneses, sin
mencionar a los chinos, quedaban aislados de la ciudad propiamente dicha. Las
factorías eran bastante grandes y autónomas; la de Gran Bretaña incluía
oficinas, almacenes, apartamentos, una tesorería, un jardín y hasta una
iglesia.
De acuerdo con el autor Maurice Collis –británico del XIX-, que esbozó un retrato vívido de Cantón en Foreign Mud –El loco extranjero-, la plaza que separaba las factorías del río era uno de los pocos lugares en los que un comerciante podía estirar las piernas en una ciudad por lo demás prohibida. Bullía de constante actividad: “Buhoneros, revendedores, fisgones y vagos, remendones, sastres y vendedores de té o nueces, sin hablar de los hombres que solo curioseaban o limosneaban a voz en cuello, llenaban este pequeño paseo”.
Los edictos chinos,
que no solo se oponían a la importación de opio, sino que limitaban todo
comercio, proliferaron a partir de principios del siglo XVIII, pero esto no
impidió que los comerciantes evadieran las leyes mediante el soborno, el
embarque a otros puertos o mediante el contrabando.
Las leyes para
extranjeros rara vez se imponían; era más preferible castigar a los locales que
cooperaban con ellos. Estas leyes se aplicaban al azar, las penas eran severas:
los vendedores podían ser desterrados o forzados a llevar una collera de madera;
los conserjes de los fumaderos podían llegar a ser estrangulados. Aunque por un
tiempo, cosa rara, los fumadores estuvieron exentos de castigo; quizá,
especulaba el misionero Edkins ya citado, se pensaba que los esclavos de este
hábito abominable ya sufrían suficiente pena.
El suministro de una mercancía ilegal como el opio, debe haber requerido de cierta autojustificación por parte de los funcionarios y comerciantes europeos. Muchos eran hombres temerosos de Dios que se habrían horrorizado de promover la adictiva sustancia en sus países. Incluso quienes no comerciaban con él se hacían eco del razonamiento de un inglés anónimo, respecto de que el opio era solo “un lujo inofensivo”, que la economía se beneficiaba del solaz proporcionado a los siempre productivos chinos y, como última boqueada, que si el comercio del opio estuviera en manos menos respetables caería en el regazo de “malhechores, piratas y merodeadores”.
Los comerciantes que compraban opio en la India –grandes compañías como Jardine, Matheson o individuos que intentaban conseguir una fortuna fácil- necesitaban llevarla a China con toda rapidez, con el fin de recuperar los costos y evitar las tormentas y a los piratas de la costa china. Para este fin se diseñó un nuevo tipo de barco: el rápido y suave clíper del opio.
Estos clípers descargaban en Lintin o en
puertos y calas solitarios, cambiando en secreto su contrabando por plata. Se
aceptaba de cualquier tipo de este mineral, mientras pudiera pesarse: barras,
antigüedades, cuchillería, todo se aceptaba como oferta legal. La constante
salida de plata era un gravamen para la economía china, pero significaba
grandes ganancias para los traficantes.
El emperador nombró a Lin Tse-haü, comisionado para suprimir el comercio del opio, y le dio amplios poderes. Al llegar a Cantón en marzo de 1839, Lin exigió la entrega de todo el opio en posesión de los comerciantes, así como garantías de que dejarían de embarcarlo. Los interesados acordaron entregar cierta cantidad del opio, pero no todo. Sin dejarse impresionar, Lin les dijo que no era suficiente.
Se le entregó más
opio: 22.283 baúles valorados en unos nueve millones de dólares. Comenzando el
3 de junio de 1839 en el pueblo de Chunhow, el opio entregado –mezclado con
cal- fue vertido en un arroyo que desaguaba en la bahía. Lin también destruyó
opio y pipas entregados por los dichos comerciantes chinos, junto con la
cosecha del año de adormidera local.
Hong Kong –del chino aguas fragantes- fue uno de los muchos
botines de la primera guerra del opio, pero no todos los británicos lo
consideraron un activo. Henry Charles Sirr –diplomático y escritor inglés- en
1849 no tenía nada bueno que decir del lugar. La sección de su libro titulada “Insalubridad e inutilidad” condenaba la
falta de tierra cultivable de Hong Kong, sus veranos pestilentes, sus helados
inviernos, enfermedades como la fiebre de Hong Kong, la chusma y la inmoralidad
de sus habitantes. Por todo eso, Sirr consideraba que Hong Kong siempre ha
gozado de mala reputación desde tiempos inmemorables ante la nación china. Sirr
no conoció la época actual donde Hong Kong gozaba de su industria y posición
junto con la democracia que le confería ser colonia inglesa. Con lágrimas en
los ojos por parte de los chinos que gozaban de aquel paraíso, y de los
británicos, poseedores de él, el Reino Unido tuvo que atenerse a la cláusula de
un tratado que le obligaba a devolver la ciudad a China, y así lo hizo el 1 de
julio de 1997.
Algunos cruzados tomaron el problema del opio como cosa personal. Edwin Joshua Dukes, misionero inglés que visitó China a finales del siglo XIX y encontró que el hábito del opio era “destructor e inmoral”, escribió que “los defensores del comercio del opio –que, por lo demás, casi todos aborrecen a los misioneros cristianos- declaran que nuestra protesta es una manía injustificada”.
China fue, de los
países asiáticos, el más golpeado por esta droga. Al moverse el centro del
tráfico de drogas de Cantón a Shanghai, esta ciudad se convirtió en el imán
para viajeros cosmopolitas, refugiados en busca de mejor suerte y criminales en
busca de dólares fáciles, pero Tailandia, Birmania, Singapur, Malasia, Borneo y
el actual Vietnam, también se encontraron –excepto Siam, que era un
protectorado inglés y francés- cogidos entre la condena del vicio y la
necesidad de ingresos por el opio. Como colonias, estos países estaban también
sujetos a la codicia e indiferencia de sus colonizadores occidentales.
Este colonialismo decimonónico
proporcionó la posibilidad de adoptar y adaptar nuevas costumbres. Francia se
establece: en el Cercano Oriente, en el Norte de África y en el Sureste Asiático.
Los ingleses en India, Egipto oriente africano y Asia. Los alemanes, belgas,
holandeses, portugueses y españoles, en sus respectivas colonias. Europa
aparecía inundada de nuevas ideas en cuanto a decoración. Ideas que
significaban el traslado de –falsos- objetos, dibujos, parabanes y cachivaches
que querían ser imitación de los originales chinos y japoneses, y que
resultaban insoportablemente cursis –como se puede constatar en fotografías de
la época-. Solo algunas personas de acreditado buen gusto y fortuna
considerable, importaron productos genuinos.
Los viajeros que
iban a Turquía en el siglo XVIII son todavía escasos, aunque importan consigo
sus experiencias.
Es en el XIX cuando
los ya numerosos viajeros que iban a Oriente, traen consigo relatos de peligros
sin paralelo y sensualidades escandalosas, junto con informes de la riqueza, la
grandiosidad y las distintas costumbres peleadas con las formas europeas, pero
atractivas por su rareza. Para quienes habían sido atrapados por la frialdad de
la Revolución Industrial, lo decadente nunca había sido tan atractivo. Dejando
aparte el orientalismo sospechoso, aquellos relatos de los viajeros que volvían
de Asia y el Cercano Oriente, supusieron un soplo de aire fresco a sus
congéneres.
El opio exige mucho
de sus admiradores; tiene que ser lisonjeado y consentido, porque, como un
amante, responde mejor a unas manos hábiles. Es más, el que tiene el hábito no
puede fumar con cualquier pipa y algo de opio; requiere de todo un “instrumental”, un fumadero y compañeros
con tesitura semejante para gozar de los humos intoxicantes de la droga.
El ritual se convierte en un precioso pasatiempo. Las pipas provocan una ternura casi mística y el fumadero adquiere el aura de otro mundo. Claude Farrère escribe de una vieja pipa que “misteriosamente evoca toda el Asia” y de un “bello fumadero… ¡con un portal realmente elegante para dejar la vida afuera y entrar en el sueño de los dioses!”.
Los escritores, en
la ficción, la poesía y la biografía han hecho hasta lo imposible para
describir sus experiencias sobre el opio. El poeta Maurice Magre escribe: “El espíritu de los Budas muertos habita en
mi cerebro”, y el escritor surrealista Robert Desnos afirma que “el opio, como el aire, baña a quienes lo
respiran”. Ruyard Kipling nos dice: “He
visto cosas que la gente llamaría extrañas, pero nada es extraño cuando estás
en el Humo Negro, excepto el Humo Negro”.
Jean Cocteau, de
gran fama en los años 20 y 30, escritor, artista, fumador de opio, autor
teatral y de novelas, homosexual y cuyas relaciones amorosas son bien conocidas,
por ser con escritores como él o con artistas, especialmente con el aviador acróbata
que dio nombre a un premio de tenis, Roland Garrós, y jóvenes a quienes
protegió. En su obra Opio: diario de una
desintoxicación, no le gustaba tener compañía al fumar y escribe: “Fumar en pareja ya es una multitud. Fumar
en trío es difícil. Fumar en cuarteto es imposible”.
Hay un personaje pintoresco:
Claude Farrère (seudónimo de Frédéric-Charles Bargone), (1876-1957)
–prolífico autor francés de novelas, ambientadas en lugares exóticos como
Estambul, Saigón y Nagasaki. Una de sus novelas, Les Civilisés, ganó el
Premio Goncourt en 1905. Fue elegido para ocupar un sillón en la Academia
Francesa. Militar durante la guerra y de ideas derechistas. Partidario de
Petain y en la guerra civil española del general Franco-, cuya obra principal es Humo de opio,
libro compuesto por cuentos, cuyo verdadero protagonista no son las personas
sino el opio. Con él visitamos fumaderos en China, Saigón, París y Toulon. El
autor se pregunta si ese ambiente tan refinado, las imágenes tan eróticas, son
verdad o en realidad en estos clubes vemos lo que hemos imaginado. En ellos se
retrata no lo que es sino lo que quisiera que fuese, sobre todo las mujeres, la
libertad, la voluptuosidad, la ruptura de las normas sociales, sobre todo en la
Norteamérica un poco gazmoña de aquella época. Sin embargo, o no se han escrito
o no se han publicado relatos de mujeres sobre el opio –todo lo más sobre
láudano y algo sobre la morfina-.
La fascinación por
la vida en Oriente de los europeos, con las drogas que tan fácil era conseguir
allí, se vio reflejada y popularizada en las páginas escritas. Los que viajaban
a Turquía a finales del siglo XVIII, publicaban historias de hachís y de opio.
Si iban a Constantinopla, estos viajeros observaban que los comedores de opio
frecuentaban el mercado de drogas y despertaban piedad sus caras melancólicas y
sus cabellos cortados como melenas, cuellos alargados, cabezas vueltas hacia un
lado, sus hombros levantados hasta las orejas, su columna distorsionada y toda
una serie de actitudes extravagantes que resultaban de su adicción. Mostraban
claramente el tipo del drogadicto.
A mediados del siglo XIX, el famoso escritor Teófilo Gautier publicó su libro Constantinopla, que contiene el relato de sus viajes de Malta a Turquía.
A finales del siglo
XIX, Gerard de Neval, ilustre escritor francés, prosista y de teatro de la
época, observó las mismas actitudes que sus compañeros del siglo anterior. Publicó
cuentos sobre drogas que en realidad eran inventados. En uno de estos, titulado
Hachís, habla de un cansado viajero
musulmán quien, al olfatear el hachís lo rechaza diciendo que está prohibido. Al
decirle los presentes que “Toda fuente de
placer está siempre prohibida”, él cede en su rechazo, lo prueba y exclama:
“El hachís te iguala a Dios”.
Aunque se tratara de
un vicio de larga tradición en Asia, en Europa fumar opio fue un hecho tardío.
En Francia, lugar donde ya se reunían representantes del arte y la literatura
de todo el mundo, formaron un ambiente propicio para experimentar con drogas. Varios
de ellos fundaron un club y se reunían en el apartamento del pintor Fernand
Boissard: Honoré de Balzac, Charles Baudelaire, Alphonse Karr, Eugène Delacroix
y Honoré Daumier, entre otros.
Julio Verne
(1828-1905) escribe la novela titulada Tribulaciones
de un chino en China, que trata de la vida de un comerciante chino en Shanghai
llamado Kin-Fo, el cual considera suicidarse con una sobredosis fumando opio. Verne
trata de escribir un relato “oriental”.
En La vuelta al mundo en 80 días,
novela en la cual el inglés Phileas Fogg se ve en peligro cuando su criado, el
francés Passepartout, se queda postrado en Hong Kong bajo los efectos de una
pipa de opio que le dio un enemigo.
“El opio se queda por años y años en la sangre”. Esto lo dicen escritores que escriben sus obras en París,
pero llenos de la sensualidad oriental.
Guillaume Apollinaire
(1830-1918) fumó mientras estuvo en Montmartre y al irse de allí le mandó
cantidad de cartas de amor a Louise de Coligny-Chatillon, conocida como Lou.
Esta dama, un poco caprichosilla, lo aborrecía en un lugar corriente, pero lo
adoraba cuando Apollinaire estaba en un fumadero. “Sabía que para ella él solo existía cuando fumaban”, motivo por el
cual él le escribía incontables misivas amorosas, tormentosas y apasionadas.
Charles Baudelaire (1821-1867),
el mejor, arrastra una vida atormentada, pobre y excluido de la sociedad por
ser hijo de un sacerdote. La gloria a su labor literaria le llega un poco
tarde, pero le permite disfrutar, aunque sea por poco tiempo, del
reconocimiento de sus compatriotas. Es traducido al inglés. Su obra central es Las Flores del mal, poesía. Baudelaire
era visitante ocasional de alguno de estos clubs franceses, pero no fumaba
opio, solo era adicto al láudano.
Como el éxito le
llegó muy tarde, no tuvo más remedio que pedir dinero prestado a su madre,
parientes y amigos, en medio de una existencia muy incierta y de un modo
extravagante. Tuvo una enfermedad venérea –sífilis- que lo dejó muy debilitado,
y al láudano que le aliviaba y que lo tomaba diariamente, le llamaba “una vieja y terrible amiga y ¡ay!, como
todas ellas, llena de caricias y engaños”. Próxima ya la muerte, tomaba
unas píldoras que contenían valeriana, digitalina y quinina. Era un botiquín
ambulante para luchar contra sus resfriados, dolores de cabeza, fiebre y
reumatismo. Baudelaire murió a los 46 años.
Bien en clubes o
casas de amigos, bien en fumaderos –dependía de la fama que hubiesen alcanzado
los literatos y artistas, y el dinero que tuviesen-, muchos de estos
establecidos en París, eran adictos a estas drogas o por lo menos las probaban.
Ir a uno de estos fumaderos públicos, costaba menos que ir a un café. Era un
pasatiempo común en el París decimonónico.
Al círculo
montmartriano de Apollinaire pertenecía Pablo Picasso, quien –según Jean
Cocteau- dijo: “El olor del opio es el
menos estúpido del mundo”, y el escritor Francis Picabia, escribió en una
novela: “El segundo piso estaba
rigurosamente reservado para los fumadores, dándoles así a los habitantes del
primero y del tercero una calma deliciosa”. (1924)
La gran escritora e
íntima amiga de Coco Chanel, Colette, no sabemos si fue opiómana, pero con la
mala baba que tenía y su afición a denigrar a todos los artistas de los que era
amiga, ya tenía bastante. De todas formas, en su novela Puro e impuro, de 1912, nos cuenta la experiencia de un fumador.
¿Es París la ciudad
donde más fumaderos hay y también se encuentra el mayor número de fumadores de
opio? Sí, porque es ahí donde se reúnen más escritores y artistas, tanto
franceses como de otros países. Todos cortos en numerario, que van sableando a
sus amistades, para dedicarse a lo que ellos llaman un placer. Nos han dejado
numerosas referencias sobre este tema. Actualmente ya no se leen, quizá porque
su manera de expresarse es un poco farragosa, debido al estilo de la época.
Maurice Magre –Los cuidados del opio-,
André Salmon, René Dalize –Un fumadero
encantador-.
Los drogadictos no
fumaban solamente opio, sino también láudano, heroína, morfina, éter y cocaína.
Solas o bien mezcladas. Las mujeres utilizan más frecuentemente la morfina.
Alfred Jarry
(1873-1907), escribe Ubu rey y el opio, publicado en 1893, relato denso
y angustioso, visitando la morgue –cosa normal entre aquellos personajes-. Su
yo sale de sí mismo y contempla unos acontecimientos un poco raros: el yo del
autor viaja en un tren del país del opio, donde se celebran encantamientos y
bacanales, animados por una orquesta formada por cardenales y obispos, cuyo
director es el papa. Repentinamente su yo vuelve a sí mismo y se acaba la
visión porque tiene que rellenar su narguile.
Es curioso lo anticlericales que eran los hombres de aquel
tiempo, mientras, en general, las mujeres eran devotas seguidoras de la iglesia
católica. Predicaban a sus maridos la asistencia al cumplimiento dominical. Don
Ramón de Campoamor, gobernador civil de Alicante, era todo un caballero,
educado, gracioso y simpático. Se le veía en la iglesia los domingos y la gente
le preguntaba “Don Ramón, ¿cómo usted aquí?”.
Y él respondía: “Es que prefiero oír misa
a oír a mi mujer”.
Pero no era solo en
París donde había fumaderos. En las ciudades portuarias francesas, donde se
descargaba la mercancía, particulares y proveedores compraban opio bien puro,
porque venía directamente de Oriente. En Tolón, ciudad más bien pequeña con
puerto militar, en 1905 había 200 fumaderos.
A finales del siglo
XIX consumían droga hasta los que no debían, como los componentes de la marina
francesa, y hasta los policías que expedían permisos para entrarlo desde
Indochina –cosa que estaba prohibida-, cobraban en especie.
Al estallar la
Guerra del 14, había oficiales que no pudieron incorporarse a filas porque
habían muerto de sobredosis, y otros que estaban en activo, continuaron
ingiriendo opio en el campo de batalla, sufriendo lo que el gobierno llamó
accidentes y que en realidad eran causados por pilotos que no encontraban
campos de aterrizaje, al estar drogados, y jefes de tierra en las mismas
condiciones, que causaron por su mala actividad muertes de soldados.
Hay un escritor
francés, Guy de Maupassant, al que actualmente se le puede leer con gusto y no
se puede decir que era un drogadicto, sino que probó el opio por saber lo que
era. Lo suyo era el hachís.
En el Reino Unido, la ingestión de opio no fue tan frecuente como en Francia. Óscar Wilde –novelista y dramaturgo- tuvo un gran éxito en París, mostrando su extravagancia al presentarse ante el público en 1891, fumando descaradamente cigarrillos con mezcla de opio y bebiendo ajenjo.
El libro más
importante sobre la materia es Confesiones
del opio inglés, cuyo Thomas De Quincey es el más genuino opiómano inglés.
“¡Oh, opio justo, sutil, que todo lo conquistas!”
Thomas de Quincey
Quiso arreglar su
mala salud con la ingestión de opio, que en realidad lo que hizo fue
estropearla. Le atenaza la pobreza y sus depresiones. Otros le imitaron, pero
para conocer la vida de estas personas nada como leer a Quencey.
“En el siglo XIX el opio era el ingrediente primario de
incontables medicinas de patente que se utilizaban para aquietar a los bebés
llorones, calmar los nervios destrozados y restaurar una apariencia de salud a
millones de personas”. Thomas de Quincey.
Se observa que, a
diferencia del vino, que proporciona una “llama
oscilante” de placer, el opio da una “soflama
permanente y uniforme”. En esos días se le conocía como “estimulante”, un término que se usaba
para describir algo que produce un estado de bienestar. Hoy el opio se
clasifica como “narcótico”, una droga
que embota los sentidos. Sean cuales fueren los significados que se utilicen,
consumir opio regularmente, en cualquiera de sus formas, es exponerse a forjar
un vínculo irrompible y mortal. Debido a que el opio es una de las sustancias
más adictivas y debilitadoras que existen en el mundo, el drogodependiente es
un esclavo que no quiere recuperar su libertad.
La costumbre de fumar
opio apareció en occidente hacia 1880. Un hábito traído de China por sus
emigrantes y los viajeros y marineros europeos. Velado por un aura sin rival de
decadencia oriental, excitó a quienes poseían temperamento artístico en Europa
y a los primeros aficionados a las drogas que existieron en Estados Unidos, sin
que a ellos les moviese ningún efecto creativo. Adoptado por un lado por
escritores, artistas y gente rica, que parecían tener poco más que hacer con su
tiempo y el dinero que malgastaron en malos hábitos, y por el otro, por
marineros, prostitutas y gente a la deriva movidos por la desesperanza y
marginados de la sociedad.
Y, como si el opio
no fuera suficiente, por la misma época, se volvieron populares otras drogas:
la cocaína, el éter, el hachís, el cloroformo y el ajenjo. De hecho, el consumo
de todas ellas fue legal hasta principios del siglo XX. Cuando los gobiernos de
países occidentales empezaron a percatarse del daño que representaban para la
salud y la productividad, una y otra vez advirtieron acerca del peligro de su
consumo. Esos mismos gobiernos y los ciudadanos que formaban los pilares de la
sociedad, dictaron leyes para impedir el tráfico de estupefacientes entre sus
fronteras.
Aquí enfocamos más
bien la riqueza de las imágenes y de la literatura que ensalza o condena a esta
mística droga y a sus devotos que trataron de capturar la esencia de la
seducción del opio. Sea que retraten la atmósfera de los barrios chinos de
California, el efecto del opio o los placeres de lo exótico, las palabras e
imágenes producidas durante el siglo XIX y los primeros años del siglo XX,
reflejan las actuales que garantizaron el lugar glorificado del opio en el
panteón de las drogas.
Sobre todo, las fotografías convierten a quienes las ven en voyeures de una historia privada, aun cuando sea obvio que posaron para ellas. La pérdida de tiempo, energía, calidad de los fumadores de opio de entregarse por completo a la inercia y al placer. Sobre todo, apetecemos sus sueños de opio.
El tratamiento de
otras enfermedades con láudano –como hacían multitud de compañeros- y la
morfina causaba en las mujeres y los desesperados los efectos más rápidos. Hay
varias mujeres, en número siempre inferior a los hombres. La más conocida era
Elisabeth Barrett.
En Estados Unidos
también hay escritores que prueban las drogas y escriben sobre ellas. Ya ha
pasado tiempo y no se puede decir que estén agrupados como en Francia.
Al correr de los
años, salen nuevas clases de drogas que consumen jóvenes y adolescentes. Más
que en una diversión, se convierte en un negocio y está prohibido y muy perseguido
por la ley, tanto el que la usa como el que trafica con ella. Algunos dicen que
un representante de estos es Edgar Allan Poe (1809-1849), del que ni se sabe si
fue drogadicto o se limitó a probar alguna droga por curiosidad. Es una figura
central de la tradición literaria de los últimos siglos. Padre de la novela
policíaca, renovador de la novela gótica y los cuentos de terror, pionero de la
ciencia ficción, crítico y teórico literario de aguda inteligencia, autor de
uno de los poemas más célebres de todos los tiempos –El cuervo-, teórico tanto del lenguaje narrativo como del poético.
Poe es un autor atemporal,
de total vigencia en la actualidad, sobre todo si se quiere sentir un ligero
temblor de terror.
Edgar Wallace (1875-1932). Nacido en el Reino Unido, dado
en adopción, soldado en la metrópoli y en las colonias. Finalmente radica en
USA, donde escribe sus mejores novelas. Los
cuatro hombres justos, su mejor novela. Sus chinos se caracterizan porque
no son pobres ni miserables; forman bandas, van bien vestidos y alimentados y
son enemigos terribles. Tenía mucha imaginación. Fundó varias asociaciones para
escritores. Fue a Hollywood en el año 1952 para filmar Los cuatro hombres justos y allí le sorprendió la muerte. En su
tiempo fue un hombre de gran fama.
A finales del siglo
XIX, el opio invade las calles. Ya no son los artistas los que lo fuman sino la
gente corriente: los vagabundos, los estudiantes, los hijos de buenas familias,
a quienes persiguen los vendedores de la droga, que forman bandas y se
convierten en criminales, mientras que los que la ingieren mueren por
sobredosis o enferman.
“1.500.000 Usuarios de la droga en Estados Unidos, afirma”
–New York Times, 14 de mayo de 1923-.
A los enfermos de la
droga se les interna en clínicas, calificándolos de locos, deficientes
mentales, inútiles para servir en algo a la sociedad que los alberga. Hay que
dictar leyes o establecer penas carcelarias que impidan tomar la droga.
Las autoridades de
todos los pueblos civilizados toman cartas en el asunto y se reúnen en
distintas asambleas internacionales para dictar normas impositivas. Las fuerzas
del orden se emplean en aplicar la fuerza de la ley, pero los traficantes de
drogas han formado grupos muy numerosos, peligrosos y bien organizados
–llamados cártel o cartel, aunque en
español se utiliza más la primera acepción-, y nada los contiene ante la
posibilidad de convertirse en millonarios. Y a los desgraciados que consumen
droga, ni las penas carcelarias ni los castigos domésticos ni cualquier
medicamento les apartan de ella. Solo una voluntad férrea y un deseo de
sobrevivir, puede hacer que se abstengan de ella.
En los primeros años
del siglo XIX, Napoleón Bonaparte invade Portugal y España, al tiempo que desde
el Reino Unido se hace a la mar una flotilla al mando de Arthur Wellesley,
futuro duque de Wellington. Su misión: establecer relaciones comerciales con
los países de Iberoamérica, en detrimento de las que estos mantienen con
España. Deja la empresa. Los británicos la retoman luego del Congreso de Viena
con gran éxito. La causa del desvío es la orden que le llega a Wellesley desde
Londres para que se dirija a Portugal y España a fin de vencer a Napoléon, y
así lo hace en la Batalla de Vaterlo (1815) –pronúnciese vaterlo, ya que es
palabra flamenca-.
En el mismo año,
Horacio Nelson detiene las escuadras española y francesa en Trafalgar (1805) –donde
pierde la vida, pero consigue un triunfo que convierte a la English Navy en la
primera del mundo-. Era dueña de los mares, apoderándose de puntos estratégicos
–Gibraltar, Malta, Chipre, Aden, Ceilán, Hong Kong, Singapur, etc.-. De esta
manera, no solo extiende su imperio colonial, sino que ejerce en todas partes
el más extenso y lucrativo comercio. El Oriente toma su nombre según su
proximidad o lejanía del Reino Unido: Próximo Oriente, Oriente Medio y Lejano
Oriente. El XIX es el siglo del Imperio Británico. Inglaterra alcanza en este
período la cumbre de su poderío. Ejerce una hegemonía sobre todo el mundo.
Personajes del
Imperio:
-Reina Victoria
(1819-1901). Adorada por todos los británicos. Da nombre a una época y a un
estilo. Lleva el título de Emperatriz de la India.
-Benjamin Disraeli
(1804-1881). “Fabulador sefardí” por
sus escritos. Desde la modestia de su familia y otros parientes, llega al
puesto de primer ministro debido a las becas que obtiene por su inteligencia y
amor al estudio. Turnándose con Gladstone elevan al Reino Unido a un puesto
como no lo ha tenido ningún otro país de Europa.
-Rothschild –primo
lejano de Disraeli- es muy aficionado a las palomas mensajeras, con las que se
comunica con sus parientes franceses, los cuales le envían una dándole noticia
de la derrota de Napoleón. El primo de Gran Bretaña, muy avispado, hace las
jugadas de bolsa oportunas para asentar una fortuna y una baronía que siempre
durará. Es interlocutor en la cuestión judía con la declaración Balfour.
-Gladstone padre
engaña a los chinos. Les hace contratos para recoger la caña de azúcar en cuba
y cuando llegan allí dice que tales papeles no existen y los emplea como
esclavos. Ejerciendo la esclavitud, hace una fortuna.
-Gladstone hijo.
Pertenece a una familia de clase media. Puede efectuar sus estudios con
Disraeli. Es muy piadoso y lucha contra la esclavitud, que consigue erradicar,
con los muchos que en ese momento se oponen.
En las relaciones
comerciales entre chinos y británicos, se presenta el siguiente panorama:
Los ingleses
importan de China grandes cantidades de té que se convierten en el 10% del PIB,
y a los chinos les envían opio, convirtiéndose este comercio en un trueque que
compensa económicamente a ambos países. Dado que los emperadores han prohibido
la entrada de opio en su país, los ingleses, para salvaguardar su balanza de
pagos –que no compensan importaciones eventuales- se ven en la obligación de
declarar la guerra a China.
¿Qué es lo que
provoca las dos guerras anglochinas, a parte de la cuestión económica? La
captura continua de barcos, las incomprensiones, el descontento...
El detonante de la
primera guerra llamada del opio es el rechazo de los comerciantes de dejar de
embarcar opio para China. Duró desde 1839 hasta la firma del Tratado de Nankín
en 1842. Son aliados de Gran Bretaña el Segundo Imperio Francés, Estados
Unidos, Portugal, y el Imperio Ruso, países que, aunque en menor medida,
también envían opio a China.
El triunfo de estos
aliados sobre China obligó a esta a reabrir el puerto de Cantón y abrir varios
puertos más, y a los comerciantes y funcionarios británicos a ceder el puerto
de Hong Kong al Reino Unido y a reembolsar una pesada compensación de casi 20
millones de dólares.
Se reabrió el
comercio del opio, de nuevo ilegalmente bajo una tergiversación del Tratado
–que en ningún punto especificaba que el opio se volvería legal- haciendo que
la piratería, el contrabando de opio y la adicción en niveles nunca vistos, los
chinos llegaran de nuevo a otra guerra para acabar con el tráfico. Esta segunda
guerra, declarada por los británicos, empieza en 1856 y termina en 1860. Estos
conflictos bélicos solo tuvieron lugar en el Mar de China.
Dado que el
emperador ha dictado unas leyes muy severas sobre la reducción de la compra de
opio a Gran Bretaña –por el daño que su consumo produce entre la población-, el
gobierno inglés teme que en sus arcas se pueda producir una bancarrota, ya que
el 10% del PIB lo causa la compra de té, consumido ya por los ingleses como si
fuese un bien propio e imprescindible.
¿Qué hacer?
Convertir el comercio del opio –con las normas legales que producen los dos
países- en un contrabando –ilegal para las formas establecidas por China- al
que le ayudan los otros países europeos ya nombrados, permitiendo que sus
barcos recalen en puertos pertenecientes a ellos.
Adjunto se muestra una ilustración de esos puertos donde se
refugian los barcos ingleses.
Los chinos pierden ambas guerras y entran en la oscuridad desde un punto de vista político, económico y social, del que tardarán largo tiempo en salir. Los tratados que se firman en aquel momento son los de Tianjín, Aigun y la Convención de Pekín. Los ingleses consiguen convertir a China en un país lleno de opio y de fumaderos.
Para los chinos, tan numerosos, la salida es la emigración a otros países. En USA se dedican a poner traviesas del nuevo modo de transporte, el tren: las ponen tratados como esclavos y con salarios de miseria. También se dedican a fundar lavanderías. Detrás de estos edificios ponen unos cuartuchos miserables y sucios que dedican a fumaderos. Se establecen siempre en zonas portuarias, para que así los llegados ilegalmente no tengan dificultad en encontrar protección con los suyos. Estas zonas se van convirtiendo en barrios que, dado los que lo habitan, se llaman chinos y ya tienen de todo: casas de juego, toda clase de ilegalidades… Hay chinos que no abandonan este barrio en toda su vida. El más conocido y poblado es el de la ciudad de San Francisco, que comenzó a crearse en 1840.
Durante cientos de años los chinos han vivido en su país de manera miserable, ayudados por misioneros, especialmente de USA, que les ayudan a sobrevivir. Entre ellos los padres de Pearl S. Buck, premio Nobel de Literatura en 1938, que describe maravillosamente la situación en general y sobre todo la de la mujer.
Mao Tse-Tung
(1893-1976), es autor del llamado Libro
rojo, laico en su filosofía, pero lleno de frases que conmueven a sus
lectores. Mao consigue que China se enroque en sí misma, y al cabo de los años
surge una potencia sin realeza, nueva, fuerte y que se las puede tener tiesas a
otras naciones, que se encuentren en uno u otro hemisferio. Basada en las dos
economías y misteriosa, porque no sabemos lo que oculta en su interior. Sus
productos llegan a todas partes y al segundo y tercer mundo envían materiales
de primera necesidad y otros manufacturados, siendo proveedores en más alto
grado que los mismos norteamericanos.
El continente europeo, con su formación griega antigua, su
cartesianismo y el hecho de pertenecer a la raza blanca, cree que ha sido
designado para regir a todo el orbe.
Los jesuitas españoles constatan que a los jesuitas japoneses
les cuesta aprender teología. No es cuestión de inteligencia, sino de
educación, puntos de vista y de mira.
Les dicen a los occidentales que se cuiden de ayudarles en
sus desgracias provocadas por catástrofes naturales, porque lo que hacen es estropearlo
todo. Proveen al mundo de bienes de equipo fabricados por ellos y al mismo
tiempo mantienen a flote a su país.
Japón y China siempre han sido enemigos, pero últimamente
se mantienen en paz. Occidente ha calificado a los chinos dos veces de tontos.
En el siglo XIII con Marco Polo y en el XX con la caña de azúcar en Cuba. En
1939 –la llamada generación sin juguetes-, acabada la guerra civil española,
las niñas saltan a la comba, cantando canciones del tipo que los ingleses
llaman non sense –sin sentido-, por
ejemplo: “Los chinitos / de la China /
cuando no saben qué hacer / tiran piedras / a lo alto / y dicen que va a
llover”.
Hay personas que a los “sin
sentido” encuentran sentido y es ese sentido el que hay que aplicar.
Tal como está el mundo,
¿qué puede pasar? ¿Inventar todos los humanos un modus vivendi que les permita mantener una paz precaria pero sin
llegar a la guerra? ¿Unirse occidente contra oriente en una guerra sin cuartel
y ver cómo queda aquel edén que creó el Altísimo? ¿Existirán occidente y
oriente en pie de igualdad? ¿Será un hemisferio esclavo del otro? ¿Oriente
supra occidente?
FLOR SIN SER FLOR
Es flor sin ser
flor,
niebla sin ser
niebla.
A medianoche llega.
Se va al rayar el
alba.
Viene como sueño de
primavera:
Tan efímera.
Se va como nube
matutina:
No deja huella.
Bai Juyi (772-846)