Hoy, 19 de julio de 1920, por la tarde me dispongo a tomar el té en los salones de Liria. Me acompañan amigos, familiares y mi médico de cabecera. Hace unas semanas que el doctor Barraquer me ha operado de cataratas y ¡veo! Ha sido todo un éxito ¡qué felicidad!
De repente empiezo a encontrarme mal. El médico me examina
y dice:
-“Señora, hay que cuidar ese catarro”.
Y dirigiéndose a la doncella:
-“Acueste a Su Majestad y que guarde reposo”.
Me vuelvo hacia los míos y les digo:
-“Queridos, esto se acaba”.
Porque aquel constipado despierta una antigua insuficiencia
renal.
Ya en la cama, me quedo sola y empiezo a rememorar una vida
que termina: moriré en la madrugada del día 21. ¡Qué pocas horas me quedan para
afrontar el juicio definitivo ante Dios y ante la Historia!
Pasan por mi mente recuerdos sueltos… aquel niño que
correteaba por el palacio de Montijo… Maximiliano y Carlota… Sedán… ¿En qué medida
fui responsable?
Nací el 5 de mayo de 1826. En un apunte autobiográfico de
adolescente escribí:
“Vine al mundo durante un terremoto. A mi madre, próxima a dar a luz, se
la instaló en una tienda de campaña en medio del jardín. Cuando comenzó el
parto corrió a refugiarse en un bosquecillo de laureles y cipreses y allí, al
pie de un árbol, nací yo”.
Ocurrió en Granada, ciudad preferida por el turismo inglés
de la época; y en la que se dice que el emperador Carlos quiso establecer la
capitalidad del reino. Alguien muy posterior a mi generación, Ángel Ganivet, su
eterno enamorado, la llamaría “Granada la Bella”.
Vivíamos en la calle de Gracia, en una casa más bien
sencilla, porque papá, Cipriano de Palafox y Portocarrero, conde de Teba, era
segundón y no tenía fortuna. Además se le perseguía por ser afrancesado. ¿Quién
era mamá? María Manuela de Kirpatrick.
Según las apariencias fue una boda de conveniencia. En
cualquier caso mi hermana Paca y yo nos sentimos my queridas por ellos y
recibimos una esmerada educación.
Año 1834. De repente gran revuelo, movimiento, cambios,
sorpresas…
-“¿Es verdad que nos vamos a vivir a Madrid?” -preguntamos las
niñas.
Tío Eugenio, hermano mayor de papá y mi padrino de pila,
acaba de morir. Según parece era un ser bastante extraño: soltero, de vida
turbulenta, misteriosa y que había tomado parte activa en el motín de Aranjuez…
Papá es el heredero de sus títulos, bienes, fortuna, propiedades. Aunque por
poco tiempo: muere en 1839.
Mamá, Paca y yo estamos definitivamente instaladas en el
palacio de Montijo. Un día oí hablar de un niño: el ama de llaves prohibió a la
servidumbre que se hiciesen comentarios en mi presencia; ya se ocuparía mamá de
arreglar el asunto; tenía la costumbre de solucionarlo todo…
Si es cierto que el hogar marca un estilo de vida, el nuestro
debió de ser bien extraño: mamá nos contagió un cosmopolitismo selecto. Primero
la educación y ¿qué mejor sitio para recibirla una jovencita de buena familia? ¡París!
Pensionado del Sacré-Coeur. Luego Inglaterra. Al finalizar los estudios,
viajamos por Europa.
Teníamos dos casas abiertas: en París un palacete en los
Campos Elíseos; en Madrid la Quinta de Carabanchel. Recibíamos mucho: bailes,
tertulias, banquetes…
En España nos visitaron Stendhal y Próspero Merimée, quien,
para su Carmen se inspiró en
historias que le contaba mamá.
Nuestra madre tenía una obsesión: “dejarnos en buenas
manos”. Y lo consiguió: fueron las de un duque y un emperador.
A ver ¿jóvenes casaderos asequibles? Jacobo Stuart, duque
de Alba. Al verlo, quedé prendada de su apostura; mi amor por él fue violento,
inextinguible y lo puse de manifiesto sin pensar que a Paca podía ocurrirle lo
mismo. Jacobo la prefirió a ella y fueron muy felices. Quizá le dio miedo mi
belleza restallante; los ojos claros, al tiempo serenos y tormentosos, como los
que Cetina cantó en su Madrigal; el cabello encendido, propio de brumas
norteñas, traído por un abuelo que fue cónsul general de Estados Unidos en
Málaga… Paca le aportó a Alba su belleza morena y discreta, como era ella, gran
devota del hogar, del marido, de los hijos.
Pasiones como la mía solo tienen dos salidas: entregarse al
amado o a la muerte. Al sentirme rechazada me fui directa al láudano, inocuo
por completo, pero muy en boga en aquella época como remedio para los amores contrariados
y que hizo comentar a cierta aristócrata francesa: “Estas jóvenes con tanto láudano
conseguirán estropearse el estómago”.
Era yo mujer con suficiente elegancia como para soportar
sin inmutarme el ridículo, pero mamá decidió que se trataba del momento
oportuno para pasar una temporada en París y allí me fui.
Falsa maniobra, pensé. Cuando se es una mujer singular, habitada por la
desgracia, es inútil huir del destino que, inexorable, en cualquier esquina nos
atrapa.
En París conocí a la princesa Matilde Bonaparte, prima
hermana de Luis con el que había tenido amores en la temprana juventud. Los
familiares se habían opuesto a su unión por la carencia de fortuna de ambos.
Y es cierto que los Bonaparte pertenecían a la pequeña nobleza francesa,
aunque escasos de bienes. El paso de “El Emperador” por el poder les había
convencido -erróneamente- de que eran personajes de excepción y de que quien
quisiera emparentar con ellos debía ser examinado bajo lupa.
Luis nació el 20 de abril de 1808, hijo de los reyes de Holanda Luis
Bonaparte y Hortensia Beauharnais. En 1848 era Presidente de la República y en
1852, Emperador de Francia.
Matilde propició mi encuentro con Luis. Su intención era que
me convirtiese en su amante y así manejarlo a través mío. Les hice comprender,
a ella y a su entorno, que la decencia supone honor y el honor es parte
integrante de las personas de mi clase. Quisieron dar marcha atrás, pero fue
inútil, el Emperador ya estaba demasiado interesado.
Lleno de entusiasmo, Luis nos invitó a mamá y a mí a las
Tullerías.
Circula una anécdota que narra el siguiente diálogo entre él
y yo:
-“Madame, necesito veros, ¿cómo se llega a vuestro
dormitorio?”.
-“Sire, el camino de mi dormitorio pasa por la vicaría”.
Cuando me preguntan si es verídica, yo contesto que es
posible, que es verosímil. Pero, ¿porqué hay hombres que prefieren someter un
cuerpo a conquistar un alma?
El Emperador le pide mi mano a mamá y yo encaro un dilema:
he de tomar una decisión que marcará para siempre el resto de mi vida.
Luis tiene 18 años más que yo, dice que me quiere y yo le
creo, pero también sé que será incapaz de guardar su promesa matrimonial de
fidelidad.
Por mi parte siento afecto por él y considero mi edad:
estoy al borde de la treintena, edad más que suficiente para haber alumbrado un
hijo y tengo a mis pies a un hombre que me ofrece una corona de emperatriz y un
país de donde serlo. Acepto.
Empiezan las dificultades. El Senado no da su aprobación
porque no soy de sangre real. ¿Se atreven a rechazarme a mí que desciendo de
Guzmán el Bueno? ¿A mí que detento cuatro marquesados con Grandeza de España y
tres condados?
La nobleza española, los ingleses y “l´ancienne noblesse”
francesa se indignan.
-“¿Cómo es posible que esta señora, con toda su categoría,
descienda a casarse con un Bonaparte?”.
Los miembros de la familia Bonaparte y “la nouvelle
noblesse” francesa no están menos indignados:
-“¿Cómo nuestro Emperador se va a casar con alguien que no
le iguala en nobleza?”.
Plon Plon Bonaparte, que luego será mi padrino de boda,
exclama:
-“¡Elle est une putaine!”.
Y otro primo Bonaparte explica: “Es que esta boda no es
cuestión de elección, sino de erección”.
“Napoleón y su Montijo” seremos ya siempre para esta gente
que mantiene posiciones irreductibles.
“Lo nuestro rompe moldes, ya que se trata de un matrimonio por
amor y no por conveniencia”, dice Luis y con esto zanja la cuestión.
¡Cómo recuerdo mi boda!
29 de enero de 1853. Al atardecer se celebra la ceremonia
civil.
Una mujer solo se siente segura de sí misma si va vestida
de forma adecuada al acto al que se presenta. Para la ocasión me pongo un
vestido de satén color rosa, tan favorecedor, acompañado de un aderezo de
perlas y un tocado de jazmines.
Al día siguiente la cita es en Nôtre Dame, donde tendrá
lugar nuestro enlace. Luis luce uniforme militar con entorchados, decoraciones
y bandas.
Mi vestido es blanco confeccionado con encaje de “point d´Alençon”.
Por deseo expreso del novio me pongo un cinturón, cuajado de pedrería, y una
tiara, ambos lucidos por la emperatriz Josefina el día de su propia boda. Al
cuello llevo un medallón orlado de brillantes con el retrato de Luis. En mis
cabellos, entretejidas con ellos, el peluquero ha colocado unas flores de
azahar…
Al llegar al pórtico, me volví para contemplar a la
multitud expectante; soñé con ganar su afecto, sentimiento bien volátil. ¿Cómo
sabe un Jefe de Estado o un político si cuenta o no con el afecto de sus
conciudadanos?
Adelantándome hacia ellos, hice una de mis clásicas y
admiradas reverencias muy “19ème siècle”. Prorrumpieron en aplausos, me vitorearon.
¿Duraría?
De Nôtre Dame salí convertida en “Su Majestad Imperial la Emperatriz
Eugenia de los Franceses”. Era la imagen de la felicidad y la belleza.
En la mutua entrega de Luis y mía le había pedido a Dios
que esa felicidad fuese eterna.
El almuerzo nupcial se celebra en las Tullerías. Al acabar
salgo al balcón para responder a quienes aplauden a su nueva Emperatriz. Lo
hago ataviada con un vestido de terciopelo carmesí, que me sienta de maravilla.
Durante mi luna de miel visito Versalles y también luzco un vestido de
terciopelo, pero de color azul, bordado con arabescos de seda y sobre mis
hombros llevo un chal de cachemira blanco.
Una mujer elegante completa el todo con zapatos y peinado
adecuados y las joyas y tocados oportunos, según el vestido y la hora del día.
¿Mi modisto preferido? Charles Worth, un hombre genial, que
se dio a conocer en todo el mundo por habernos vestido a mis damas y a mí.
¿Mi “invento” preferido? La crinolina. La creé en 1855 y tuvo
gran éxito.
¿Mi color preferido? El malva.
¿Mi pintor preferido? Franz Xaver Winterhalter, célebre porque
con sus cuadros inmortalizó toda una época.
¿Mi estilo preferido? El neoclásico, que mi amor por María
Antonieta puso de relieve y que hizo furor con el nombre de Tercer Imperio.
Ya en el trono de Francia y como mujer, se me consideró
bella, inteligente, voluntariosa, fuerte, decidida, feminista… Conseguí que por
vez primera una mujer fuese condecorada con la Legión de Honor.
Marqué la moda en todo un continente. A mí se debe el
encanto que desprendía la Corte Imperial. Por donde pasaba dejaba una estela de
admiración. Viajes de Estado por Francia y Europa acompañando al Emperador…
Bonanza económica; fundación de Bancos, alegría en el
gasto, política exterior de expansión, la aventura colonial…
Mi poder e influencia fueron extraordinarios. Conocí y
traté a todos los que sobresalían en aquel momento. Después de Solferino me fue
presentado un hombre excepcional: el suizo Henri Dunand, fundador de la Cruz
Roja.
Desplegué una gran actividad en todos los terrenos. Me
ocupé de los pobres, de la gente necesitada… Quise hacerlo en silencio, pero el
pueblo lo supo y me estaba agradecido. Bajo mis auspicios, Merimée llegó al
Senado, Pasteur fue protegido en sus investigaciones, se apoyó económicamente a
la apertura del Canal de Suez…
Con el primo Lesseps no nos hablábamos, pero como Emperatriz de los
franceses consideré mi obligación presidir la inauguración de su obra magna y
felicitarle por su genialidad.
¿Por qué fui tan calumniada? ¿Molestaban mi independencia,
mi autosuficiencia, y que supiese solventarme la vida por mí misma? ¡En un mundo
dominado por los hombres!
Carta a Paca: “He nacido para una vida tumultuosa; tengo un espíritu
aventurero.”
¿Tan difícil es comprender el dramatismo intenso de una
vida?
Mi intervención en la política fue duramente criticada. El
Emperador me nombró regente en tres ocasiones. Ante gobiernos anticlericales
defendí al Papado. Tomé partido en el asunto de Lourdes…
¡Pobre Luis! Un hombre investido de tanto poder y majestad;
tan decidido cuando se trataba de asuntos de faldas, pero con un carácter débil
e irresoluto. Me hacía su confidente, me pedía consejo, no tomaba decisiones
importantes sin habérmelas consultado…
Y sí, no niego mi desafortunada intervención especialmente en
dos operaciones que terminaron en tragedia: la invasión de Méjico con
Maximiliano fusilado y Carlota repatriada, presa de una locura, que nunca la
abandonaría; y la absurda guerra franco-prusiana…
¿Me entrometí demasiado en asuntos que no eran de mi
incumbencia? No se resuelven los problemas con buena voluntad, sino con una
formación adecuada de la que yo carecía.
Mientras Luis hacía frente a la derrota en el campo de
batalla, los franceses se soliviantaron y acudieron a Palacio intentando
asaltarlo. El grito que más se oía: “¡espagnole de merde!”.
Sirvientes fieles y gente muy devota nuestra nos rescataron
y condujeron a El Havre. Allí nos esperaba el “Gazelle”, yate propiedad de Sir
John Burgoyne, a quien en mi testamento dejo un excelente cuadro de Greuze,
como agradecimiento por su generosidad e hidalguía.
Inglaterra. La Reina Victoria, gran amiga, nos acoge con
amor y esplendidez. Mando reparar Farnborough Hill como vivienda familiar y
restaurar la Abadía de Saint Michael para que en ella se dispongan nuestros
sepulcros. Ha de pasar tiempo antes de que vuelva a ocupar mi Villa de la Costa
Azul.
Luis ha quedado prisionero en Francia, pendiente de la votación de un
jurado, que –cosas de la democracia- le inhabilita para seguir en su cargo por
un voto de diferencia. Adiós imperio; bienvenido exilio. Se une a nosotros ya
muy quebrantada su salud. Muere en 1873.
¿Quién es Lulú? El hijo único tan esperado, que ocupa un
lugar especial en mi corazón y en mi memoria. Napoleón Luis Eugenio, Príncipe
Imperial, nace el 16 de marzo de 1856, después de dos abortos. El embarazo y el
parto son difíciles, pero el niño viene al mundo sano y es precioso. Bueno,
obediente, estudioso, simpático… Tiene esa clase de encanto que aprecia todo el
mundo.
Oficial del ejército inglés, formado en una de sus academias militares.
Prometido en matrimonio con una nieta de la Reina Victoria. Tiene 23 años
cuando se declara una guerra de la metrópoli contra la colonia zulú. Un joven
periodista, Winston Churchill, se estrena como tal en sus crónicas. El honor de
Lulú le mueve a participar en esta acción por amor y respeto a la que considera
su Soberana y a la nación que le ha acogido.
Lulú no vuelve. Sus compañeros me entregan el uniforme de
casaca roja manchado con la sangre juvenil, reseca. Está rasgado por 23
lanzadas recibidas en el pecho, que demuestran que el soldado permaneció frente
al enemigo, de pie, sin huir. Su regimiento lo depositará tiempo después en el
Museo Kensington, donde se exhibe en una vitrina para ejemplo de generaciones
futuras.
Me encierro en mi habitación, donde permanezco en penumbra
y en la más absoluta soledad. Abrazo con fuerza el uniforme con la sangre seca.
¡Ojalá fuese fresca para empaparme en ella! Dicen que el cordón umbilical no se
rompe nunca, que un hilo invisible pero indestructible mantiene unidos de por
vida a madre e hijo… En aquel momento sentí que “algo” de manera violenta se
separaba de mi seno, se iba yendo, me abandonaba, entraba definitivamente en el
reino de las sombras… Me quedé ensimismada.
Lulú… su primer diente... y ¡cómo crecía!... sus ojos,
claros como los míos, ese brillo de admiración cuando me miraba…
De repente sentí una humedad en mi mano: era una lágrima a
la que siguieron otras muchas y aquello me salvó.
Me tranquilicé; me invadió una gran serenidad junto con la
aceptación de mi desgracia. El luto sería eterno por dentro y por fuera, pero
Lulú se había convertido definitivamente en Napoleón Luis Eugenio, un ser
adulto, que había elegido su propio destino, siguiendo los principios de honor,
deber y dignidad aprendidos desde la cuna.
Mañana me amortajarán con el hábito de Santiago. Los
españoles podrán darme su adiós antes de partir para Francia, en donde recibiré
el homenaje del que fue mi pueblo. Me embarcarán en El Havre para conducirme al
Panteón familiar. Allí me esperan mi marido y mi hijo y los tres reposaremos
juntos por toda la eternidad.
Sepulcro
Sepulcro
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