DIEGO
VELÁZQUEZ DE SILVA
Para Myriam y
Greg
Con mi gran
cariño
Antonio Palomino de Castro y
Velasco, Pintor de Cámara de su majestad Felipe V, nos habla de Velázquez en su
libro La vida de los pintores y
estatuarios eminentes Españoles. Que con sus heroicas obras, han ilustrado la
nación, publicado en Londres, impreso por Henrique Woodfall, a costa de
Claude du Bosc & Guilliermo Darres, en el Mercado de Heno. M.DCC.XLII.
El libro que utilizamos, es un
facsímil y de él copiamos lo siguiente:
“Don
Diego Velázquez de Silva, fue natural de Sevilla y discípulo de Francisco
Herrera el viejo. Al poco tiempo dejó esta escuela y siguió la de Francisco
Pacheco. Inclinose a pintar con singularísimo capricho y notable genio,
animales, aves, pescaderías y bodegones, con la perfecta imitación del natural,
con bellos países y figuras, diferencias de comida y bebida, frutas, alhajas
pobres y humildes, con tanta valentía y colorido, que parecían naturales. De
este género hay una pintura célebre del Aguador en el Buen Retiro”.
Compitió con Caravaggio en la valentía
del pintar, y fue igual con Pacheco en lo especulativo. Fue imitador de Luis
Tristán, y diéronle el nombre de segundo Caravaggio, por el contrario hacer en
sus obras, al natural felizmente en los retratos, imitó a Dominico Greco,
maestro de Luis Tristán, porque sus cabezas, en su estimación, nunca podían ser
bastantemente celebradas, y en verdad que tenía razón, porque del griego
podemos decir, que lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor, y lo que hizo mal,
ninguno lo hizo peor.
Estudió todas las ciencias necesarias a
su arte, era también familiar y amigo de los poetas y de los oradores. Nació en
1594 y llegó a Madrid en 1622. Hizo el retrato de Felipe IV armado, y sobre un
caballo hermoso, en cuadro grande, de la proporción del natural.
En una España camino de la ruina, a Felipe IV lo que más le gusta es ver cómo pinta Velázquez y servirle de modelo él. También le gusta relacionarse con personajes extranjeros y para esto utiliza un embajador extraordinario: el pintor Rubens. A este lo manda especialmente a comunicarle sus secretillos al Papa. Por ejemplo a qué santo español –numerosos en aquella época: Santa Teresa, San Ignacio, etc.- ha de elevar primero a los altares.
En 1623 fue Pintor de Cámara, con veinte
ducados de salario al mes, y sus obras pagadas, juntamente con médico y
boticario. Mandole dar su majestad en esta ocasión, 300 ducados de ayuda de
costa, y una pensión de otros 300, y la merced de casa de aposento, que vale
300 ducados al año.
Hizo el famoso cuadro de la expulsión de
los moros por Felipe III, que fue colocado en el Salón grande, donde hoy
permanece. En el año 1627, le hizo merced su majestad a Velázquez de la plaza
de Ugier de Cámara, con sus pajes; oficio muy honroso. Y el año 1628, le hizo
merced de la ración de Cámara, de doce reales cada día, y de un vestuario de 90
ducados, cada año.
Fue a Venecia en 1629. En Ferrara estuvo
dos días, y vio con atención las obras del Garofoli. Estuvo en Roma un año y
dibujó algunas de las cosas de Rafael y del Juicio universal de Miguel Ángel, y
otras pinturas de aquel pintor. Después estuvo dos meses en el Palacio de
Médicis (que está en la Trinidad del monte) para estudiar las estatuas
antiguas.
En este tiempo pintó aquel célebre
cuadro de los hermanos de José, cuando le vendieron a los mercaderes
ismaelitas, todo lo cual está con tan superiores expresiones demostrado, que
parece compite con la verdad misma del suceso.
No lo es menos otro cuadro, que pintó en
este mismo tiempo, de aquella Fábula de Vulcano, cuando Apolo le notificó su
desgracia, en el adulterio de Venus con Marte, donde está Vulcano (asistido de
aquellos Jayanes Cíclopes en su fragua) tan descolorido y turbado, que parece
que no respira.
Estas dos pinturas las trajo Velázquez a
España, y las ofreció a su majestad, que haciendo de ellas la debida
estimación, las mandó colocar en el Buen Retiro, aunque la de José fue después
trasladada al Escorial, y está en la Sala de Capítulo.
Fue a Nápoles y volvió a Madrid, al
principio de 1631. Tenía el oficio de Ayuda de la Guarda Ropa, uno de los
empleos que en la Casa Real son de grande estimación, honrándole así mismo con
la llave de su Cámara, cosa que desean muchos Caballeros del Hábito.
Retrató el Duque de Módena en Madrid,
que le dio una cadena de oro riquísima, que solía ponerse Velázquez algunas
veces al cuello, como era costumbre en los días festivos de Palacio.
El año 1648 fue enviado por su majestad
a Italia, con Embajada Extraordinaria al Pontífice Inocencio X, y para comprar
pinturas originales y estatuas antiguas y vaciar algunas de las más celebradas.
Pasó por Génova, Milán, Padua y Venecia. Viose con Miguel Colona y Agustín
Miteli en Bolonia, y trató con ellos para traerlos a España. Pasó por
Florencia, Módena, Parma y de aquí partió a Roma, y fue inmediatamente a
Nápoles donde visitó a José de Ribera. Volvió a Roma, donde fue muy favorecido
de los Grandes y de los más excelentes pintores como el Cavalier Matías Preti,
dicho el Cavalier Calabrese del Hábito de San Juan, de Pedro de Cortona, de
Monseñor Pufino y de Caballero Alexandro Algardi Boloñés, y del Caballero Juan
Lorenzo Bernini, ambos estatuarios famosísimos.
Sin faltar a sus negocios, pintó muchas
cosas, y la principal fue el retrato de la Santidad de Inocencio X, de quien
recibió grandes y señaladísimas mercedes. El Santo Padre le envió una medalla
de oro con su efigie de medio relieve, pendiente de una cadena, y trajo copia a
España de este retrato. De él se cuenta, que habiéndolo acabado, y teniéndole
en una pieza más adentro, de la antecámara de aquel palacio, fue a entrar el
camarero de su Santidad, y viendo el retrato (que estaba a la luz escasa),
pensando ser el original, se volvió a salir diciendo a diferentes cortesanos
que estaban en la antecámara, que hablasen bajo porque su Santidad estaba en la
pieza inmediata.
En la época actual, el cuadro del
Pontífice se expuso en España solo, en la planta baja en un recinto que da por
detrás a los jardines del Prado. La luz esplendorosa que entra por el ventanal,
lo baña de tal modo que no se nota la fealdad del rostro de Su Santidad.
ÑÑÑ
Lope de Vega escribe en la época: “Las estancias reales parecían museos”.
Velázquez tenía tanto trabajo que no podía pintar a su familia y el símbolo de
su cargo de pintor de corte era la llave que pende de su cintura en Las Meninas.
Velázquez fue a Italia, pero no a
aprender, sino a enseñar, pues el retrato que entonces hizo del Papa Inocencio
X, ha sido el pasmo de Roma, copiándole todos por estudio, y admirándole por
milagro, y hoy día, se estima por allá una cabeza de mano de Velázquez, más que
una de Ticiano, ni de Vandich. Y así desengañémonos, que las ocasiones de
adelantar, por allá las hay mayores, pero por acá, las hay bastantes, para los
que se quieren aplicar, especialmente desde que se ha secundado España, con tan
eminentes estatuas y pinturas, como hoy veneramos, de los primeros artífices
del mundo.
Hizo también Velázquez por este tiempo,
un célebre cuadro de Cristo Crucificado difunto, de tamaño natural, que está en
la Clausura del Convento de San Plácido de esta Corte.
No podía pintar todo el horror que
mostraba el rostro del crucificado y en un arrebato con una gran pincelada se
lo cubrió. Se pensó que el modelo era la mujer, pero no podía ser porque los
pómulos tan señalados no eran propios de la cara de la esposa.
Velázquez pintó también La Venus del
espejo. Este cuadro tuvo un gran recorrido por diversos dueños en distintas
circunstancias, hasta que llegó a la National Gallery.
A continuación describimos unos curiosos
hechos.
Ataque de 1914
El 10 de marzo de
1914, el lienzo fue atacado con un hacha corta de carnicero por Mary
Richardson, una sufragista militante británica de origen canadiense. Su acción
fue aparentemente provocada por el arresto de la compañera sufragista Emmeline
Pankhurst el día anterior, aunque había habido avisos precedentes de un ataque
sufragista planeado sobre la colección. Richardson dejó siete cortes en la
pintura, causando daño en la zona entre los hombros de la figura. Sin embargo,
todos fueron reparados con éxito por el restaurador jefe de la National Gallery, Helmut Ruhemann.
Richardson fue sentenciada a seis meses de prisión, el máximo permitido por la
destrucción de una obra de arte. En una declaración que hizo a la Unión Social y Política de las Mujeres poco
después, Richardson explicó: «He
intentado destruir la pintura de la más bella mujer en la historia de la
mitología como una protesta contra el Gobierno por destruir a la Sra.
Pankhurst, quien es la persona más hermosa de la historia moderna.» Añadió
en una entrevista de 1952 que a ella «no
le gustaba la manera en que los visitantes masculinos la miraban boquiabiertos
todo el día».
La escritora feminista
Lynda Nead ha observado que, aunque «el
incidente ha llegado a simbolizar una percepción particular de actitudes
feministas frente al desnudo femenino, en cierto sentido, ha acabado
representando una determinada imagen estereotipada del feminismo en general».
Informes contemporáneos al incidente ponen de manifiesto que la pintura no se
miraba en general de una manera puramente humanista e ilustrada. Los
periodistas tendían a hablar del ataque en términos de asesinato (Richardson
recibió el apodo de Slasher Mary, esto es, María la Acuchilladora),
y usaron palabras que evocaban heridas infligidas a un cuerpo femenino
auténtico, más que a la representación pictórica de un cuerpo femenino. The Times, en un artículo que contenía
datos fácticos erróneos respecto a la procedencia de la pintura, describió «una cruel herida en el cuello», así
como incisiones en los hombros y la espalda.
A la pintura se le
hizo una gran limpieza y restauración en 1965-66, lo que demostró que estaba en
buenas condiciones y con muy poca pintura añadida más tarde por otros artistas,
al contrario de lo que algunos primeros escritores habían afirmado. José
López-Rey se mostró crítico con esta restauración, señalando que fue «limpiado exageradamente y restaurado en
exceso».
Ataque de 2023
La pintura fue atacada
nuevamente el 6 de noviembre de 2023 por dos activistas climáticos de Just Stop Oil, que rompieron su cristal
protector con martillos exigiendo el fin de las nuevas licencias de petróleo y
gas en el Reino Unido. Los activistas fueron detenidos y el cuadro retirado de
la exposición para la evaluación de sus posibles daños. Un mes después, la obra
fue repuesta en su sala habitual.
El Papa Inocencio X, lleva un papel en
su mano. Es una carta que dirige a Felipe IV pidiéndole que haga caballero de
la Orden de Santiago a Velázquez, pues es el precio que le gustaría cobrar por
su trabajo. El rey tampoco puede, porque delante de él está el Maestre de la
Orden. Pero el rey maniobra de manera que finalmente lo consigue: Velázquez
lleva siempre la Venera bordada sobre su traje.
Es una hora tardía cuando Velázquez se
entera, pero, según la tradición, no le importó. Alumbra todo el cuadro de Las
Meninas para añadir en su pecho la Venera, de donde no desaparecerá nunca.
ÑÑÑ
El año
de 1639 hizo el retrato de Don Adrián Pulido Pareja, natural de Madrid,
Caballero de la Orden de Santiago, Capitán general de la Armada, y Flota de
Nueva España, que estuvo aquí en aquella sazón a diferentes pretensiones de su
empleo con Su Majestad. Es del natural este retrato y de los muy celebrados,
que pintó Velázquez, y por tal puso su nombre, cosa, que usó rara vez: hízole
con pinceles, y brochas, que tenía de asta largas, de que usaba algunas veces,
para pintar con mayor diligencia y valentía; de suerte, que de cerca no se
comprendía, y de lejos es un milagro; la firma es en esta forma:
“Didacus Velazquez fecit,
Philip IV
a cubiculo, eiusque Pictor,
anno 1639”
Aseguran,
que estando acabado este retrato, pintando Velázquez en Palacio, y teniéndolo
puesto hacia donde había poca luz, bajó el Rey (como solía, a ver pintar a
Velázquez) y reparando en el retrato (juzgando ser el mismo natural) le dijo
con extrañeza: “Qué ¿todavía estáis aquí? ¿No te he despachado ya? ¿Cómo no te vas?” Hasta
que extrañado, que no le hacía la justa reverencia, ni respondía, conociendo
ser el retrato; volvió Su Majestad a Velázquez (que modestamente disimulaba)
diciendo: “Os aseguro que me engañé”. Está hoy este peregrino retrato
en poder del excelentísimo señor Duque de Arcos.
En 1644
Diego Velázquez pintó un gallardo retrato de su Majestad (de la proporción del
natural, para enviarlo a Madrid) de la forma que entró en Lérida, empuñado el
militar bastón, y vestido de felpa carmesí, con tan lindo aire, tanta gracia y
majestad, que parecía otro vivo Filipo.
Pintó
también dos retratos, uno de la majestad católica, del rey don Felipe IV y otro
de su hermano el Cardenal Infante don Fernando de Austria, del natural en pie,
vestidos de cazadores, con las escopetas en las manos y los perros asidos de la
traílla, descansando. Parece que los vio, en lo más ardiente del día, llegar
fatigados del ejercicio de la caza, con airoso desaliño, polvoroso el cabello
(no como usan hoy los cortesanos), bañado en sudor el rostro, y están estos dos
retratos en la Torre de la Parada.
Otro retrato pintó don Diego Velázquez
de su gran protector don Gaspar de Guzmán, tercer Conde de Olivares, que está
sobre un brioso caballo andaluz. Está el Conde armado, grabadas de oro las
armas, puesto el sombrero con vistosas plumas, y en la mano el bastón de
General, parece que corriendo en la batalla, suda con el peso de las armas y el
afán de la pelea. En término más distante, se divisaban las tropas de los dos
ejércitos, donde se admira el furor de los caballos, la intrepidez de los
combatientes, y parece que se ve el polvo, se mira el humo, se oye el
estruendo, y se teme el estrago. Es el retrato de la proporción del natural, y
de las mayores pinturas que hizo Velázquez.
Otro cuadro pintó, grandemente
historiado, con el retrato del Príncipe don Baltasar Carlos, a quien enseñaba
andar a caballo. Don Gaspar de Guzmán fue caballerizo mayor del Conde Duque de
San Lúcar. Esta pintura tiene hoy la casa del señor Marqués de Liche, su
sobrino, con singular aprecio y estimación.
Pintó también un cuadro grande
historiado, de la toma de una plaza, por el señor don Ambrosio Espinola, para
el Salón de las Comedias en Buen Retiro, con singular eminencia. Como también
otro, de la Coronación de Nuestra Señora, que estaba en el Oratorio del cuarto
de la Reina, en Palacio.
Pablo de Valladolid
Pintó también a un joven con el cabello
alborotado. Ello obedece a que durante una época estuvo de moda entre los
caballeros llevar el pelo como quedaba después de haber dormido. No obedecía a
estos cánones nuestro rey Felipe, siempre acicalado y dispuesto a servir de
modelo.
Sin otros muchos retratos, de sujetos
célebres y de placer, que están en la escalera que sale al Jardín de las
Reinas, en el Retiro, por donde sus majestades bajan a tomar los coches.
Retrató también a Monseñor Camilo
Máximo, insigne pintor, a la Ilustrísima señora doña Olimpia, a Flaminia
Triunfi, excelente pintora. Todos ellos retratos pintó con astas largas, y con
la manera valiente del gran Tiziano, y no inferior a sus cabezas, lo cual no lo
dudará, quien viere las que hay de su mano en Madrid, cuando se determinó
retratase al Sumo Pontífice. Quiso prevenirse antes con el ejercicio de pintar
una cabeza del natural. Hizo la de Juan de Pareja (esclavo suyo y agudo
pintor), tan semejante y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo
Pareja, a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado
y a él, original, con admiración y asombro, sin saber con quién habían de hablar,
o quién les había de responder.
ÑÑÑ
Un inciso.-
¿Era lícito a un cristiano tener
esclavos? El cristianismo lo condena explícitamente, pero para no volver a sus
antiguas creencias, le concede la libertad a aquél que manifiesta libre y voluntariamente
querer ser católico, y obtener la libertad si tiene medios para vivir con ella.
Si prefiere vivir con su antiguo dueño, puede hacerlo tranquilamente con la
seguridad de que este no comete ningún pecado contra la Iglesia Católica.
ÑÑÑ
Una última historia romana. En su
segunda visita, Velázquez pintó el gran retrato de Juan de Pareja, un esclavo
de ascendencia morisca –manumitido- que trabajó con él desde la década de 1630,
moliendo pigmentos, imprimando lienzos y haciendo copias de estudio. Pareja
quizá preparó el pigmento empleado en su retrato, o pintó una de las
persuasivas réplicas que en su momento pasaron por originales. Era un pintor de
talento por derecho propio, al que se consideraba tan digno como al propio
Velázquez de una entrada en Las vidas de
los pintores y estatuarios eminentes españoles, de Palomino.
Pareja aparece sereno, magnífico,
orgulloso. Muestra toda la dignidad de un héroe que acaba de realizar proezas
en la tierra o en el mar –no sin razón se le ha caracterizado como Otelo-; es
un hombre de acción con una pose tranquila para el retrato, pero con una mano
dispuesta, como si descansara sobre la empuñadura de una espada. Sin embargo,
no hay ninguna espada y la mano apenas es más sustancial que el tejido que la
rodea, los dedos apenas están insinuados, casi convertidos en signos, y la
oreja no es más que un irregular trazo rojo. Velázquez mantiene estos elementos
en suspenso, indistintos, porque así es como aparecen ante nuestros ojos en
visión periférica. El verdadero foco está en su rostro.
Ese rostro es fuerte, hermoso y
profundamente expresivo. Hay quien ha visto vulnerabilidad en él, quizá
extrapolando la noción de un esclavo al que se exige posar para su retrato, un
hombre sin poder que pugna por encontrarlo en su interior, cuando queda
expuesto a la mirada de su señor; otros han visto frialdad, desdén o un atisbo
de temperamento militante. El retrato presenta tantos matices que sobre todo se
percibe la complejidad humana de este hombre, a lo que se suma el placer del
reconocimiento. Porque, con independencia de dónde viviera, es alguien a quien
podríamos ver hoy en las calles de Nueva York: al contrario de los retratos que
le rodean en el Metropolitan Museum, parece uno de nosotros.
Esta vitalidad, esta veracidad, ya
fueron percibidas por los primeros comentaristas de la obra cuando el 19 de
marzo de 1650, con ocasión de una festividad, se exhibió bajo el pórtico del
Panteón al aire libre, donde pudieron contemplarla artistas de distintos
países. El cuadro obtuvo “tan universal
aplauso en dicho sitio, que a voto de todos los pintores de diferentes
naciones, todo lo demás parecía pintura, pero este solo verdad”, escribió
un pintor flamenco que lo vio aquel día. Esto es exactamente lo que Manet da a
entender en la carta que envió a Fantin-Latour desde Madrid. Los otros pintores
del Prado están inventando, escribe, en comparación no son más que falsificadores.
Los modelos de Velázquez son reales, actuales, auténticos. Si suprimimos el
cuello, Juan es contemporáneo nuestro.
Este cuello es deslumbrante, una
brillante superficie blanca de tela pintada sobre tela. El lienzo del cuadro se
convierte en el material del cuello, por así decirlo, de forma tanto real como
representacional. Velázquez es capaz de convertir la urdimbre y la trama del
lienzo en un distante muro de ladrillo o en el tejido de un valioso encaje
flamenco. De nuevo nos preguntamos cómo podía saber dónde poner esos toques de
albayalde y de gris veneciano para crear este artículo de lujo, un cuello que
las leyes españolas habían prohibido por ser demasiado suntuoso. ¿Por qué lo
lleva Pareja? Quizá sea un gesto político. El esclavo aparece retratado como un
colega de Velázquez –un amigo, se podría decir- y como ambos han escapado
temporalmente de Madrid y de sus punitivos códigos sartoriales, el cuello se
convierte por partida doble en un emblema de libertad. Pero también forma parte
del manifiesto estético.
Velázquez pinta el terciopelo gris con
unas pocas pinceladas suaves y donde el tejido está desgastado, el pigmento
también está más diluido. No se molesta en numerar los botones, que simplemente
van desvaneciéndose como puntos elípticos… No define la capa y ni siquiera la
boca, “uno de los grandes orificios en la
historia del arte –en la elogiosa observación del pintor estadounidense Chuck
Close-, desenfocada, aunque nos hace saber lo suaves que serían esos labios si
los besáramos”. El cuello es exquisito, delicado, todo esfuminos y
festones, tan trabajado como el propio encaje bordado, pero nunca tercamente
representacional; un accesorio suntuoso que recibe un tratamiento suntuoso.
El cuello debía asombrar, y no solo como
artículo de lujo. Quien lo mire ahora de cerca, como el rostro de Pareja o el
resto de su vestimenta, verá una confusión ilegible de marcas. Que se resuelvan
en el hombre del cuello blanco resulta igual de asombroso que debió de serlo
entonces. Velázquez quiere atraer nuestra atención hacia ellas, por así
decirlo; se supone que no debemos ver lo que ocultan, como si fueran parte de
una ilusión transparente de la realidad. Del caos incomprensible surge la
veracidad: es vital que sus personajes tengan el aspecto de pinturas.
Velázquez envió a Pareja por Roma con su
retrato para dramatizar la sorpresa. “Hizo
la de Juan de Pareja… tan semejante, y con tanta viveza, que habiéndolo enviado
con el mismo Pareja a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el
Retrato pintado, y a el Original, con admiración, y asombro”, escribe
Palomino. Esta no era la respuesta habitual, sino más bien el estupor ante el
hecho de que un hombre vivo y un objeto inanimado pudieran ser tan parecidos,
aunque uno de ellos hubiera sido creado a todas luces con pintura.
Qué asombrosa debió de haber sido esta
experiencia para quienes lo vieron por primera vez: un criado de tez oscura sosteniendo
su propio retrato. Y como la continuidad lo era todo, únicamente cabe suponer
que Pareja no solo llevaba el cuello blanco, sino que mostraba la actitud
majestuosa del hombre del cuadro. Por lo tanto, es demasiado fácil decir, como
se ha hecho, que Pareja fue ennoblecido por este retrato; no lo necesitaba.
“Pues
conocéis su flema (de Velázquez) –escribió Felipe IV a
su embajador en Roma después de muchos meses-, es bien que procuréis no la ejecute en la detención en esta corte”.
Pero Velázquez no iba a permitir que le acuciaran. El rey escribió otra vez, y
otra, con la esperanza de incitarle a volver a casa. Dos años después de partir
de Madrid, Velázquez regresó por Barcelona. Pintó más retratos en aquellas
vacaciones romanas que en la década siguiente en la corte. Nunca más se le
volvió a dar permiso para ausentarse.
Pareja obtuvo su libertad en Roma en el
otoño de 1650. Pero no se marchó, sino que decidió trabajar con Velázquez hasta
su muerte diez años después. Y a nuestros ojos vive gracias a Velázquez, que le
trata con la mayor estima; están unidos en este magnífico cuadro. Juan de
Pareja, a través de Diego Velázquez, se convirtió en el retrato más caro de la
historia cuando en 1971 salió de un castillo en la campiña inglesa para
emprender una nueva vida en América.
Un inciso.-
Tras
conservarse durante más de un siglo y medio en Longford Castle, mansión de los
condes de Radnor, fue subastado en Christie’s
(Londres) el 27 de noviembre de 1970, alcanzando un récord de precio (2,31
millones de libras, unos 5,54 millones de dólares), y pasó a ser una de las
joyas principales del museo de Nueva York.
Este retrato, que era de medio cuerpo
del natural, contaba Andrés Smith (pintor flamenco en esta Corte, que a la
sazón estaba en Roma) que siendo estilo que el día de San José se adorne el
Claustro de la Rotunda con pinturas insignes antiguas y modernas, se puso este
retrato, con tan universal aplauso en dicho sitio, que a voto de todos los
pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía pintura, pero este sólo
verdad, en cuya atención fue recibido Velázquez por Académico Romano en el año
de 1650.
Un inciso.-
Para algunos escritores, todo lo que
existe es la ilusión. Solo es posible comprender o apreciar a Velázquez como un
maestro consumado.
El filósofo español Ortega y Gasset
estableció el tono en los años cuarenta condenando a Velázquez incluso mientras
lo elogiaba: “Con esto da cima Velázquez
a una de las empresas más gloriosas que puede ofrecernos la historia del arte
pictórico: la retracción de la pintura a la visualidad pura. Las meninas vienen
a ser algo así como la crítica de la pura retina. La pintura logra así
encontrar au propia actitud ante el mundo y coincidir consigo misma”. A
partir del caos crea esos fantasmas visuales.
El genio de Velázquez no es únicamente
invención. Pone su arte al más profundo servicio humano.
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Volvió a Madrid en 1651. Vaciaba gran
número de bellas estatuas. En el año 1652 hizo su Majestad a don Diego
Velázquez merced de Aposentador Mayor de su Imperial Palacio –símbolo la
llave-. Entre las pinturas maravillosas que hizo don Diego fue una del cuadro
grande con el retrato de la Señora Emperatriz (entonces Infanta de España) doña
Margarita María de Austria, siendo de muy poca edad. Faltan palabras para
explicar su mucha gracia, viveza y hermosura, pero su mismo retrato es el mejor
panegírico, donde entre otras muchas figuras está el mismo Velázquez pintando.
Infanta Margarita Teresa
Dio muestras de su claro ingenio en
descubrir lo que pintaba con ingeniosa traza, valiéndose de la cristalina luz
de un espejo, que pintó en lo último de la Galería y frontero al cuadro, en el
cual la reflexión o repercusión nos representa a nuestros Católicos Reyes
Felipe y Mariana en esta Galería, que es la del cuarto del príncipe, donde se
finge y donde se pinta , se ven varias pinturas por las paredes, aunque con
poca claridad, conócese ser de Rubens y Historias de los Metamorfosios de
Ovidio.
No hay encarecimiento que iguale al
gusto y diligencia de esta obra, porque es verdad, no pintura. Colocose en el
cuarto bajo de su Majestad, en la pieza del despacho, entre otras excelentes. Y
habiendo venido en estos tiempos Lucas Jordán, llegando a verla, preguntole el
señor Carlos II, viéndole como atónito, ¿qué os parece? Y dijo: “Señor, esta es la Teología de la Pintura”,
queriendo dar a entender, que así como la Teología es la superior de las
ciencias, así aquél cuadro era lo superior de la Pintura.
Miguel Colona y Agustín Miteli llegaron
a Madrid en 1658. Murió Agustín Miteli en 1660 en Madrid. Volviose Colona a
Italia en 1662. En el año 1659 vino a Valencia Juan Bautista Moreli, natural de
Roma, famoso estatuario discípulo de Algardi. En 1661 vino a Madrid. Hizo
muchas obras en Aranjuez y Madrid, adonde murió. Poco después de la muerte de
Felipe IV, Velázquez hizo el retrato de la reina de España, en una lámina de
plata redonda, del diámetro de un real de a ocho segoviano, que fue muy acabado
y parecido en extremo, y pintado con gran destreza, fuerza y suavidad. Este
retrato fue una de sus últimas obras, y última en perfección.
En muchos cuadros historiados había
acreditado su universal comprensión del Arte. Era muy agudo en sus dichos y
respuestas. El rey le honró con la merced de Hábito (el que eligiese) de una de
las tres órdenes militares y Velázquez eligió el del Orden Militar de la
Caballería de Santiago. Recibió el Hábito el 28 de noviembre de 1658. Murió en
Madrid el 6 de agosto de 1660, a los 66 años de edad.
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A pesar de que Felipe IV le pedía que
volviera a casa, consiguió permanecer en Roma durante más de un año, porque en
la ola de calor del verano de 1630, se le ofrecieron aposentos más frescos
sobre la ciudad en la gran Villa Medici, cuyos sombreados jardines se extendían
bajo su ventana. Aquí es donde permaneció durante un tiempo y ocurrió algo
extraordinario. Velázquez salió al aire libre, contempló la vista y pintó un
cuadro sin precedentes.
La escena es un apacible rincón del
jardín de los Medici rodeado de cipreses. Una tela blanca cuelga por la
balaustrada debajo de la cual hay un arco clásico cerrado con tablones de
madera. Dos hombres, quizá obreros, quizá jardineros, aparecen charlando,
mientras uno de ellos sujeta distraídamente el extremo de una cuerda que pende
de esos tablones, cruzando el cuadro con una línea plateada como un hilo de
araña.
Pese a toda su informalidad, el cuadro
es intensamente cautivador, y esta paradoja es parte de su misterio. La sombra
de la estatua en la hornacina parece casi viva; la figura de Hermes surgiendo
por encima del seto podría estar escuchando disimuladamente la conversación.
Los inmensos cipreses, que absorben el calor del día en su oscuridad, se elevan
como una pantalla que aísla del mundo exterior, que oculta todo salvo un atisbo
de cielo teñido de rosa. Y en lo que parece el centro de la escena, esos huecos
abiertos entre los tablones de madera, que tanto incitan a la mente y a la
vista. Si pudiéramos deslizarnos entre ellos y descubrir qué hay tras esa puerta…
Si pudiéramos introducirnos en el cuadro…
Este cuadro es una pequeña revolución en
el arte en más de un sentido: no solo por la extraordinaria forma en que está
pintado, sino también porque no parece tener pretexto, una narración o foco
concluyente. Asombrosamente moderno en sus observaciones fortuitas, este atisbo
fragmentario no es más que él mismo: la escena momentánea. Está tan lejos como
cabe de los paisajes romanos clásicos, infestados de ninfas y templos.
Lo que es tan singular en este pequeño lienzo
es que Velázquez realmente está ahí fuera, en el plácido jardín de la Villa
Medici. Está atestiguando lo que ve con el pincel cargado y una sensibilidad
extrema para el lugar, su atmósfera y su calidez, y para la suave luz del
verano romano. Está pintado in situ,
y las observaciones de los ojos son transmitidas directamente por la mano al
pincel: literalmente una impresión y, de todas sus obras, la que más prefigura
el impresionismo de dos siglos después.
Vista
del jardín de la Villa Medici en Roma es uno de los cuadros
de menor tamaño del Prado y uno de los más grandes. Es una pintura que no
insiste en nada, que aprecia algo tan modesto como un muro, que hace un muro
tan hermoso como una pintura. Quizá porque sobresale en tantas cosas –es tan
avanzada, tan radical y original-, los especialistas han sostenido que
Velázquez debió de pintarla durante su segundo viaje a Roma en 1649, cuando
tenía cincuenta años; de lo contrario, habría llegado a la cima de su evolución
con poco más de treinta años. Pero ya la había alcanzado, y estaba justo ahí,
después de todo, viviendo en la Villa Medici.
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Velázquez quería mucho a los enanos
porque eran quienes distraían a los infantes sin darse cuenta de la patología
que encerraban. Pensadores y filósofos Esopo.
Esopo
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Un inciso.-
Se celebra una exposición itinerante
sobre el pintor holandés Johannes Vermeer en el Museo del Prado. En él, enfrentando a Las Meninas, se coloca el cuadro de Lectora en la ventana de Vermeer, para poder comparar su forma de
aplicar la técnica de pintar bien en un espejo, bien en un cristal.
Lectora en la ventana
En Delft se encuentra el Museo de Vermeer, célebre pintor de La muchacha de la perla, pero al entrar
en su museo un aviso anuncia que ese cuadro no relata la vida del pintor. Es una
pintura que sirve de inspiración para crear una novela.
La muchacha de la perla
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No es posible salir de una exposición de
Velázquez sin sentir paz interior y cierto contento.
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Bibliografía
Antonio
Palomino de Castro y Velasco
Ed.
Scholar Select
-Velázquez Desaparecido
Laura
Cumming
Ed.
Taurus
-Obras Completas Ortega y Gasset.
Volumen
VIII
OTRAS
OBRAS
Dama Juana Pacheco
Mariana de Austria
Retrato anónimo
El bufón
El triunfo de Baco
La rendición de Breda
La Adoración de los Reyes
Las hilanderas
Hombres en taberna
Vieja friendo huevos
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